Cuarenta vigilantes para 12 mil alumnos. Esa es la proporción de seguridad en el Colegio de Ciencias y Humanidades, plantel Sur, donde hace unos días un estudiante apuñaló a otro dentro del campus. El joven murió. La noticia estremeció a la sociedad, pero a las madres, padres y compañeros de esos doce mil estudiantes los dejó con miedo y enojo: ¿cómo fue posible que nadie lo detuviera a tiempo?, ¿cómo puede ocurrir algo así en la universidad pública más grande de América Latina? Detrás de esa tragedia hay una herida más profunda: la vulnerabilidad con la que viven miles de estudiantes dentro de la máxima casa de estudios, a pesar del presupuesto monumental que la sostiene. En 2025, la UNAM recibió más de 58 mil millones de pesos, de los cuales más de 52 mil provinieron del subsidio federal. Sin embargo, en planteles como el CCH Sur apenas hay un vigilante por cada 300 jóvenes. La cifra lo dice todo: se invierte más en discurso que en prevención.
El problema no es la falta de recursos, sino la manera en que se utilizan. Entre 2015 y 2019, el presupuesto destinado a vigilancia y protección civil creció más de 60 por ciento, pasando de 241 a 391 millones de pesos. Pero ese aumento no se tradujo en personal suficiente ni en estrategias efectivas. El propio Plan Maestro de Seguridad UNAM 2021–2024 reconoce la obligación de “organizar, regular y orientar las acciones preventivas y correctivas” para garantizar la seguridad en las instalaciones universitarias. Sin embargo, los hechos prueban que esas acciones no alcanzan ni para evitar una tragedia anunciada. La omisión institucional se vuelve inaceptable cuando existen recursos y capacidad para corregirla. Las autoridades universitarias deben destinar una parte de su megapresupuesto a fortalecer la vigilancia, más allá de los conflictos sindicales o administrativos.
La seguridad universitaria no puede tratarse como un gasto operativo ni como un trámite burocrático. Es una expresión concreta de la autonomía. Una universidad que se cuida a sí misma no necesita ser cuidada desde fuera. Pero cuando descuida su seguridad, abre la puerta a que otros la custodien, y en un país donde las fuerzas armadas ocupan cada vez más espacios civiles, eso es un riesgo que la comunidad no puede permitirse. Defender la autonomía universitaria implica preservar la vida, la libertad y el pensamiento. Dejar sin vigilancia suficiente los espacios donde se forman miles de jóvenes equivale a poner en riesgo lo más sagrado de la universidad: su gente.
La tragedia del CCH Sur debe ser un punto de inflexión. La comunidad universitaria —estudiantes, académicos, autoridades y sindicatos— tiene la obligación moral y política de atender este tema con urgencia, antes de que el miedo se normalice y la militarización se cuele en nombre del orden. La seguridad no contradice la autonomía: la protege. Por eso, la universidad necesita habilitar un sistema interno de seguridad propio, civil y profesional, que no dependa de empresas privadas ni de fuerzas externas, sino de personal formado en la cultura universitaria, con protocolos claros de actuación y perspectiva de derechos humanos. No se trata de armar a nadie, sino de construir una red humana preparada para prevenir, mediar y cuidar.
Porque el derecho a la educación no puede desligarse del derecho a la seguridad. Y si la UNAM presume autonomía, esa autonomía debe también traducirse en la capacidad de proteger la vida dentro de sus campus. Por eso, la pregunta que debe guiar la conversación no es solo cómo se castiga al culpable, sino cómo se impide que algo así vuelva a ocurrir. ¿Qué sentido tiene hablar de independencia universitaria si los jóvenes mueren dentro de sus aulas sin que nadie los auxilie? ¿Cómo se garantiza la autonomía si no se garantiza la seguridad? Y, sobre todo, ¿cómo evitar que, por omisión o por miedo, las fuerzas armadas crucen de nuevo los muros de la máxima casa de estudios? La respuesta no puede seguir esperando.
@MaiteAzuela
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