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En Pachuca, el Día de Muertos no solo se celebra, se vive. Las flores de cempasúchil, las veladoras encendidas y el aroma del copal llenan los hogares de familias que, año tras año, preparan con devoción sus altares para recibir a sus seres queridos.
Entre jóvenes que combinan lo ancestral con lo moderno, y adultos que mantienen viva la esencia del altar familiar, el Día de Muertos en Pachuca sigue siendo un puente entre el pasado y el presente.
Porque más allá del copal, las velas o el pan de muerto, lo que realmente permanece es el amor por quienes ya partieron. Una llama que, como cada 2 de noviembre, vuelve a encenderse en los hogares mexicanos para recordar que la muerte no se llora: se celebra.
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El altar que une generaciones
Alejandro, un joven originario de Huauchinango, Puebla, creció entre colores y ofrendas. Su abuela materna, dice, es la guardiana de esta tradición familiar.
“En mi casa se acostumbra poner altar cada año. Esta tradición viene de mi abuelita, que dedica una semana entera a montarlo. Ocupa dos habitaciones y dos mesas grandes. Es enorme y lleno de vida”, contó con orgullo.
Desde niño, Alejandro ayudaba en los preparativos, cuidando cada detalle para que todo quedara perfecto. “Siempre he tenido mucho apego al altar, a su simetría, a que se vea bonito. Es algo que me conecta con mi familia y con quienes ya no están.”
En el altar abundan los platillos típicos —mole, arroz, cervezas y dulces tradicionales—, aunque él confiesa entre risas que prefiere la fruta: “es lo único que no se pelean”.

Entre papel picado, tamales y leyendas
Bárbara y Luis Felipe, dos jóvenes amigos, viven el Día de Muertos con entusiasmo y respeto. “En mi familia las mujeres mayores son las que ponen el altar: mi mamá, mi abuelita, mis tías”, contó Luis Felipe. “Yo las ayudo con los adornos y el caminito de pétalos.”
Para él, los tamales son el corazón de la ofrenda. “Los verdes, los de chala y los de frijol nunca faltan. Yo siempre voy por los tamales verdes y el pan de muerto.”
Bárbara, originaria del Estado de México, compartió que en su pueblo, San Juanico, el Día de Muertos es una verdadera fiesta. “Allá se baila por los muertos. La gente se disfraza, usa máscaras y celebra con música. Es algo pequeño, pero lleno de vida.”
Ella se encarga de la decoración. “Me encanta hacer papel picado y acomodar las cosas. El altar es una obra de arte hecha con amor.” Su familia también guarda una creencia especial: dejar el altar tres días después, “porque se dice que los espíritus todavía permanecen”.
Entre risas y nostalgia, ambos coincidieron en que el Día de Muertos es una forma de honrar la memoria con alegría. “Es recordar sin tristeza”, concluyeron.

“Cero miedo, todos son bienvenidos”
Para don Fernando, originario de Pachuca, el Día de Muertos es una fecha sagrada. “En mi casa siempre se pone altar. Es una tradición familiar que viene desde mi abuela y mi papá. Ahora todos participamos.”
Cada año, su altar se llena de color, incienso y platillos típicos. “Le ponemos mole, calabaza, dulces, flores y fotos de nuestros difuntos. Es algo que nos une como familia.”
Con serenidad, contó que alguna vez los vasos del altar se movieron solos. “Creemos que son nuestros familiares que llegan de visita. Así que cero miedo, todos bienvenidos”, dijo entre risas.
Para él, mantener la tradición es una forma de honrar la vida. “El Día de Muertos y el 15 de septiembre son nuestras fiestas más bonitas. Son parte de lo que somos como mexicanos.”

Un altar que nace del recuerdo
Con voz serena, la señora Adela confiesó que este año pondrá su primer altar. “Va a ser el primer año que lo hago, y es para mi papá”, dijo con emoción.
Aunque en su hogar siempre hubo altar, antes eran sus padres quienes lo montaban. “Ahora que mi papá falleció, siento que me toca continuar con esa tradición.”
En la ofrenda incluirá lo que más le gustaba: mole verde, pan y café. “Lo hago por cariño, por lo que nos enseñaron. No sé si realmente los difuntos vienen, pero es una manera de recordarlos.”
También sus hijos participan en esta herencia cultural. “En la escuela ponen su altar, y me gusta que aprendan desde pequeños el valor de nuestras costumbres.”
Para Adela, más que una tradición, el altar es un reencuentro con su padre y con la memoria de quienes construyeron su historia familiar.

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