El 16 de julio se celebraba a los niños muertos y el 5 de agosto, a los adultos. La forma en que una persona moría era lo que determinaba el sitio al que iría en el esquema del inframundo prehispánico.
Existía el Tlalocan, regido por el dios de la lluvia, Tlaloc, donde terminaban los que morían ahogados o por motivos vinculados con el agua: fulminados por un rayo, por sed o por haber sido sacrificados en honor de la deidad. Estos cadáveres eran enterrados, pues se pensaba que constituían semillas que iban a germinar.
Los que morían en una batalla, sacrificados en altares de otros pueblos o las mujeres que fallecían al dar a luz (llamadas cihuateteo), iban al Omeyocan, donde regía Huitzilopochtli. Sus cuerpos también eran sepultados para que el sol se los llevase. Se pensaba que al cabo de cuatro años, retornarían convertidos en aves multicolores. Los niños muertos terminaban en el Chichihuacuauhco, donde existía un árbol formado por pechos femeninos de los que brotaba leche.
Para los que fallecían por causas naturales, existía el Mictlan, un sitio oscuro donde regían los mencionados dioses de la muerte. Los cuerpos de estas personas eran enterrados con un atado de antorchas, flechas, perfume, algodón y mantas.
También se incluía el cadáver de un perro sin pelo, el xoloitzcuintle, que ayudaría al muerto a cruzar el río. La presencia de psicopompos, seres que ayudan a los muertos a llegar al más allá, se encontraba muy extendida en la época prehispánica. Llegar requería un viaje de cuatro años a través de nueve valles llenos de pruebas: Izcuintlan o “Lugar de los Perros”, donde el alma cruzaba un caudaloso río con ayuda de un perro xoloitzcuintle; Tepetl Monamicyan o “Lugar de los Cerros que se Juntan”, donde el alma debía evitar ser aplastada entre dos montañas que chocaban entre sí; Iztepetl o “Lugar del Cerro de Obsidiana”, donde se esquivaban afilados pedernales; Itzehecayan o “Lugar del Viento de Obsidiana”, en el que una ventisca de filos cortantes atormentaba a los muertos; Pancuecuetlacayan o “Lugar Donde la Gente Vuela”, en el que los vientos eran helados y congelaban a las almas; Temiminaloyan o “Lugar Donde la Gente es Flechada”, sitio en el que los difuntos se enfrentaban a una lluvia de flechas; Teyollocualoyan o “Lugar Donde el Corazón es Devorado”, en el que el músculo cardíaco era extraído y no permitía que el alma continuase hacia su destino; Itzmictlan Apochcalocan o “Lugar del Templo que Humea”, sitio lleno de una espesa niebla que perdía a los muertos; y Mictlan o “Lugar de los Muertos”, el final del viaje para las almas.
Una leyenda prehispánica se refería a la Chocacíhuatl o “Mujer que Llora”, la primera muerta durante el parto. Convertida en un cadáver animado, vagaba por los parajes junto con el cuerpo exánime de su hijo en brazos, lanzando alaridos o llorando a gritos.
Quien se la encontraba, podía ver una calavera flotando, separada del cuerpo del espectro; era un presagio de males terribles y según las crónicas, su última aparición fue en la víspera de la caída de Tenochtitlán. Este ser dio origen a la leyenda de “La Llorona”, presente en toda Hispanoamérica; una mujer cubierta con un rebozo que vaga por las calles gritando “¡Ay, mis hijos!” y que en ocasiones, ha sido descrita con la cabeza de una calavera de caballo. Otra leyenda era la de Yaotl en la Tierra de los Muertos, un niño que llegaba al Mictlan en busca de su padre, acompañado de su perro.
Dos leyendas mexicas dan cuenta también de la importancia de los cadáveres para la visión cosmogónica de esta cultura prehispánica. La primera se refiere a la creación del mundo: tras la destrucción de la humanidad en cuatro ocasiones los dioses decidieron crear un nuevo sol o época por quinta ocasión.
Dos dioses se sacrificaron para que los astros principales existieran: Tecucciztecatl se convirtió en el sol y Nanahuatzin en la luna. Los demás dioses murieron para que su sangre pusiera en movimiento los astros, ya que antes se encontraban fijos en el firmamento. Esa alimentación con sangre sería el origen de los sacrificios rituales que los mexicas y otras culturas prehispánicas llevarían a cabo hasta la Conquista: la sangre vertida y los corazones arrancados eran necesarios para mantener vivo al sol y que su labor no cesara. El astro antropófago requería devorar cadáveres para poder seguir su camino.
La segunda leyenda se refiere a la princesa Iztaccíhuatl, quien se enamoró de un guerrero llamado Popocatépetl. El huey tlatoani envió al joven a pelear en Huaxyacac; le prometió que si regresaba con la cabeza del emperador enemigo en la punta de su lanza, le concedería la mano de su hija. Popocatépetl luchó con denuedo y consiguió derrotar al rey rival.
Lo decapitó y retornó con la testa solicitada. Hubo un gran recibimiento, pero le dieron la noticia de que la princesa estaba muerta.
Desesperado, tomó en sus brazos el cadáver de la joven y fue hasta la cima de un monte, donde los dioses se apiadaron de él y convirtieron a su amada en una montaña nevada, un volcán extinto que semeja en su topografía una mujer dormida. A él también lo hicieron volcán, para que el fuego de su pasión custodiara por siempre el cadáver de la princesa muerta.
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