Entre los mexicas, la mayoría de los cadáveres eran incinerados, sentados y rodeados de troncos. Otros se sepultaban con ofrendas de distintas clases: los objetos de uso personal del fallecido y aquello que podría requerir durante su viaje al otro mundo. Se incluían instrumentos musicales, figuras de calaveras, estatuillas representando a los dioses de la muerte, braseros, urnas con perfume y piezas de jade. También se incluía a los esclavos o sirvientes, para que acompañasen a su amo; a ellos se les enterraba vivos. Los hijos menores eran quienes recibían los bienes de sus padres. Se consideraba que los hijos mayores tenían ya una vida formada y las viudas pronto encontrarían a un hombre que las mantendría.

Los dirigentes tenían funerales distinguidos. El cadáver del huey tlatoani de Texcoco se conservaba durante cuatro días sin sepultar; se le colocaba una lápida en el vientre, para evitar que se hinchase. Ataviado con sus vestimentas más ricas, ante él desfilaban los dignatarios de otras ciudades, quienes le hablaban al muerto como si estuviera vivo, felicitándolo por el final de una dura vida de trabajo y deseándole un feliz viaje al inframundo. Luego era incinerado y sus cenizas se guardaban en un cofre especial. Se elaboraba una efigie de madera con forma humana que representaba al cadáver, además de una mascarilla funeraria de turquesa para ponérsela al bulto mortuorio, simulando un rostro. Los colores rojo y blanco se relacionaban con la muerte. Se decía: “Nuestra madre, nuestro padre, Mictlantecuhtli, permanece con gran sed de nosotros, permanece con gran hambre de nosotros, permanece jadeando, permanece insistiendo. En ningún tiempo tiene reposo: en la noche, en el día, permanece gimiendo, permanece gritando”.

Imagen ilustrativa
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Los mexicas celebraban las llamadas Guerras Floridas o Xochiyaoyotl, un ritual que consistía en el enfrentamiento ritual de varias ciudades para suministrar prisioneros a las demás poblaciones, los cuáles eran sacrificados en honor de los dioses. Los prisioneros eran conducidos a Tenochtitlán, se hospedaban en la casa de sus captores y convivían con ellos y sus familias; a veces bailaban juntos. También ayunaban. Luego se les llevaba al templo para matarlos. Este sacrificio consistía en colocarlos sobre un altar de piedra situado en la parte alta de una pirámide, siendo sujetados de las extremidades por cuatro sacerdotes, mientras un quinto les abría el pecho con una daga especial hecha de obsidiana o pedernal llamada técpatl, que tenía forma de cráneo humano. Después se les extraía el corazón mientras estaban vivos y se arrojaba el músculo dentro de un agujero tallado en una pared de roca, que representaba la boca del rostro de una deidad. Se alimentaba así a los dioses, sobre todo al sol, para que siguiera alumbrando. Muchos prisioneros sobrevivían unos segundos después de que su corazón era extraído.

Los sacerdotes que practicaban los sacrificios vestían de negro y nunca se bañaban, por lo que estaban siempre llenos de costras de sangre y hedían. El cadáver del sacrificado era arrojado escaleras abajo, para que la multitud lo recibiera. Allí era descuartizado y devorado por todos en un festín antropófago. La carne se comía cruda o podía hervirse; tal es el origen del platillo conocido como “pozole”. Se creía que de esa manera, el comensal obtendría los atributos del guerrero caído a través de la parte del cuerpo que era ingerida. Comer el pene implicaba obtener gran virilidad. Morir sacrificado a los dioses era un gran honor, pues se contribuía con la propia sangre al sostenimiento del universo. Otros sacrificios se efectuaban mediante ahogamiento, flechamiento, degollamiento, enfrentamiento gladiatorio, evisceración, despeñamiento, incineración, decapitación o entierro en vida. En el caso del sacrificio para los Tlaloques, deidades de la lluvia, se acostumbraba ofrecerles niños, los que eran ahogados en ríos o lagunas.

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Otra forma de obtener víctimas para los altares era a través del juego de pelota o tlachtli, muy practicado entre diversas culturas mesoamericanas. Los jugadores que ganaban el partido se consideraban elegidos por los dioses y tenían el honor de ser sacrificados mediante la decapitación. Muchos animales también eran muertos y sus cuerpos eran mezclados con los materiales con que se construían las casas o los templos, así que buena parte de las construcciones contenían cadáveres en las paredes.

El tzompantli o “hilera de cráneos” era la costumbre de colocar las cabezas cercenadas en una empalizada, hasta que se convertían en calaveras. La mayoría de las veces, los cráneos eran perforados de lado a lado, en las sienes, para atravesarlos con un palo. Se les dejaba la carne y el cabello. Era una forma de honrar a los dioses y la practicaron mexicas, mayas y toltecas. También se llamaba así al pesado altar adornado con filas de calaveras de piedra, que se utilizaba para realizar sacrificios. El tzompantli más grande se ubicaba en el Templo Mayor y llegó a contener, según las crónicas de la época, más de ciento treinta y seis mil cabezas podridas; entre las últimas que se añadieron, estaban las de varios soldados españoles e inclusive, las de sus caballos.

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