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Hace 40 años, en ese jueves 19 de septiembre de 1985, José vivió una experiencia que cambió su vida. En aquella época era un estudiante de preparatoria que se dirigía a bordo del Metro a sus clases. Eran las 7:19 horas cuando José, aún somnoliento sintió un movimiento inusual a bordo del convoy que partió de la estación Tacuba a Cuatro Caminos hasta que el tren se detuvo.
Las luces del vagón parpadeaban y se dio cuenta que estaba temblando. El sonido de la alerta del tren (porque todavía no existía la alarma sísmica) puso a todos los pasajeros tensos. La gente se miraba una a otra con nerviosismo y tratando de disimular su miedo, pues el tren se bamboleaba violentamente. Ellos nunca se imaginaron lo que pasaba en la superficie.
La calma llegó a los pocos minutos y todo quedó en silencio; las luces de emergencia daban poca visibilidad y el servicio del Metro fue suspendido. Los pasajeros tuvieron que salir a pie por el largo túnel hacia la estación de Tacuba.
Una vez en la calle, José supo que algo grave había pasado, pues escuchaba las sirenas de patrullas, ambulancias y carros de bomberos que a toda prisa se dirigían hacia la zona centro del entonces Distrito Federal.
Como el servicio de transporte quedó suspendido temporalmente, José comenzó a caminar por la calzada México-Tacuba para regresar a su casa y tratar de saber más de las consecuencias del temblor.
La gente en la calle solamente se pudo enterar de las noticias por radio, porque la señal de la televisión quedó interrumpida. No existían los celulares, mucho menos el internet o redes sociales. Las pocas noticias que se daban en ese momento hablaban de derrumbes de edificios.
Torres en Tlatelolco, oficinas en la Roma e incluso el edificio de Televisa habían colapsado. Nadie lo podía creer, pues el único antecedente fresco que se tenía era el terremoto de 1957 cuando se cayó el Ángel de la Independencia o el derrumbe de la Universidad Iberoamericana en 1979.
Ahora la cosa era muy grave, se hablaba en la radio de muertos y gente atrapada entre los escombros. Ese desastre tomó por sorpresa a las autoridades que tardaron mucho tiempo en organizarse.
Durante dos días reinó el caos y la desorganización, pues el gobierno no se daba abasto con tantas emergencias por atender, gran parte de la ciudad parecía que había sido bombardeada.
La ayuda de los civiles fue vital para sumarse a las tareas de rescate. José fue uno de ellos, quien fue invitado por uno de sus amigos que era paramédico a apoyar en las labores de la Cruz Roja, una experiencia que jamás podrá olvidar.
Al llegar al hospital de Polanco, les colocaron petos con el emblema de la benemérita institución, cascos de protección y los subieron en camionetas para dirigirse al sitio del desastre.
José y dos amigos llegaron a la colonia Roma, donde un edificio en la calle de Jalapa había colapsado, se trataba de una escuela particular de tres niveles que se vino abajo y bajo los escombros se hallaban estudiantes de preparatoria.
Con 17 años de edad, José estuvo cerca de cadáveres casi de manera obligada. Han pasado 40 años y no olvida al estudiante sin vida que pudo sacar con sus manos desnudas, pues ni siquiera guantes tenía. La víctima era un muchacho de la misma edad de José, quien todavía tenía aferrado a su cuerpo un cuaderno y una bolsa con su lunch.
A pesar de toda la tragedia y tristeza, también hubo experiencias positivas, pues hubo muchos héroes anónimos que apoyaron desde sus posibilidades en ayudar a los demás sin ningún interés.
José recuerda que durante las labores y ya presa del cansancio se sentó en la banqueta para tomar un respiro. De reojo vio unos pequeños pies en huaraches y al levantar la vista vio a una ancianita que cargaba una bolsa del mandado. La señora le dio una torta de jamón para que se llevara algo de comida al estómago y antes de poder dar las gracias, la ancianita siguió su camino repartiendo las tortas que cargaba entre los demás voluntarios que ayudaban.
Ese acto de bondad y solidaridad llenaron de lágrimas los ojos de José y le dieron la fuerza de seguir ayudando.
Aunque el ánimo crecía, de pronto volvía esa sensación de impotencia, frustración y miedo que se conjugaron por dos días, hasta que finalmente los expertos pudieron llegar.
Elementos del Ejército, Marina, Bomberos y rescatistas de otras partes del mundo llegaron a controlar todo el caos y desorganización en las zonas de desastres, per las esperanzas de rescatar a personas vivas cada vez eran menores.
El olor a muerto inundaba las calles de las zonas siniestradas, poco a poco los cadáveres atrapados empezaron a descomponerse y ese humor dejó marcados a muchos voluntarios por ese olor tan fétido y penetrante.
El estadio Parque del Seguro Social en lo que ahora es Plaza Delta, en Narvarte se convirtió en una gigantesca morgue, donde cientos o tal vez miles de cadáveres fueron llevados para concentrarlos y meterlos en cajas de madera esperando ser identificados. Desafortunadamente la mayoría fue a parar a la fosa común.
Tras ese terremoto, muchos habitantes del Distrito Federal decidieron cambiar sus domicilios a distintas ciudades del país, Pachuca fue una de ellas.
A partir de esa tragedia que dejó cientos de edificios derrumbados y miles de fallecidos, se tomaron medidas de seguridad en las construcciones. También nació la Dirección de Protección Civil para atender casos de emergencias.
Desafortunadamente, el destino volvió a enlutar esa trágica fecha del 19 de septiembre, pues en 2017 otro sismo azotó la ciudad de México derrumbando edificios que dejó a muchas personas sin vida.
Aunque para mucha gente el 19 de septiembre se ha convertido en una fecha que se presta al humor negro y las bromas con memes, para José, quien ahora vive en Pachuca, Hidalgo, las experiencias vividas desde 1985 lo han dejado marcado y cada año hace oración por aquellas víctimas.
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