El mundo, como un tablero en plena sacudida, se reconfigura con nuevas fuerzas y viejas sombras. Las nuevas potencias del siglo XXI ya no pretenden vestir los trajes amables de la diplomacia liberal ni disimular sus intereses. Estados Unidos, China, Rusia, India y Japón son las nuevas potencias que definirán el resto del siglo y cada vez más juegan a puerta cerrada, encerrados en sus propios intereses estratégicos, económicos y tecnológicos. Europa, antaño parte del relato, aparece hoy como una potencia melancólica: dividida, desorientada, sin liderazgo ni fuerza. La salida de Donald Trump del G7 no fue un acto de pragmatismo militar, como quiso hacer creer su equipo. Fue, en realidad, una bofetada simbólica: la humillación calculada de un continente que ya no impone condiciones, ni siquiera en la forma.

La única apuesta que le queda a Europa es militarizarse y esto, significa que no podrá sostener sus pesados estados de bienestar. El panorama luce complicado, los ciudadanos europeos están acostumbrados a vivir bajo estás cobijas de bienestar y cada vez exigen más. El gasto en seguridad implica que los gobiernos cada vez podrán ofrecer menos, y eso generará descontento. La crisis política de Europa es una cuestión de tiempo, entre la disyuntiva de la estabilidad interna y la seguridad externa se debatirá el continente y el malestar llevará a extremismos, independentistas y aislamiento.

En este contexto, convulso y lleno de tensiones, México no puede permitirse la pasividad. No puede seguir mirando el mundo como si los cambios que lo reordenan fueran ajenos. Tiene que preguntarse, con seriedad y con urgencia, qué lugar quiere ocupar en el nuevo concierto de potencias.

Primero: México debe apostarle al desarrollo tecnológico. No a la simulación del “hub” o la zona digital, sino al desarrollo real de innovación científica, infraestructura de datos, inteligencia artificial, manufactura avanzada. Las cinco potencias que dominarán este siglo están concentrando sus recursos en la tecnología. No es casualidad: ahí está el nuevo oro, el nuevo petróleo, el nuevo ejército. Un país sin tecnología propia será un país sin soberanía, sin futuro y sin lugar en las cadenas de valor globales. Si México no entiende eso, se resignará a ser un proveedor barato y sustituible.

Segundo: en un mundo que se desliza hacia el autoritarismo, México debe apostar por el otro camino. Tiene que defender su democracia, no como un adorno institucional, sino como una plataforma de legitimidad y estabilidad. Lo que buscan hoy los capitales no es sólo mano de obra barata, sino seguridad jurídica, normas claras y gobiernos confiables. Frente al auge de los regímenes personalistas —Orban, Modi, Putin, incluso Trump—, México puede posicionarse como una rareza atractiva: un país democrático, competitivo y predecible. Pero para eso necesita volver a respetar sus instituciones, sus contrapesos, sus libertades. No hay inversión sin confianza; no hay confianza sin democracia.

Tercero: el combate a la violencia no puede seguir siendo una promesa en el discurso y un fracaso en los hechos. El problema de la inseguridad es el mayor obstáculo al desarrollo nacional. Y su origen profundo, más allá de la narrativa de los abrazos, es la corrupción. La corrupción que se enquista, que se tolera, que se reproduce en los nuevos liderazgos de Morena con la misma naturalidad con que se criticaba en los gobiernos anteriores. Mientras el crimen organizado mantenga el control territorial, ningún proyecto económico o institucional será sostenible. México tiene que recuperar el Estado.

Cuarto: es hora de abandonar la tibieza diplomática de la Doctrina Estrada. México no puede seguir pretendiendo que no pasa nada fuera de sus fronteras. Necesita generar liderazgo en su zona de influencia. Centroamérica, América del Sur, el sur de los Estados Unidos con su poderosa diáspora mexicana, e incluso España y Filipinas —países con los que compartimos historia, lengua y cultura— deben ser espacios de articulación y presencia. México tiene que pensarse como una potencia media, con ambición global y vocación regional. Un país que compite con Brasil, no que se acomoda a la sombra de los gigantes. Esto le permitirá tener una carta de negociación con los grandes.

El mundo está cambiando. La política liberal que triunfó en los noventa —la del libre mercado, los bloques comerciales, la globalización amable— está en retroceso. Y no es sólo en México. Es en todo el planeta. Pero que el mundo cambie no significa que México deba perderse en ese cambio. Debe jugar con inteligencia. No puede darse el lujo de destruir su democracia, porque eso lo volvería menos competitivo, menos relevante y más vulnerable. En este nuevo orden que se está escribiendo a codazos, con pactos secretos y discursos de fuerza, México tiene que ser una voz clara, firme, moderna. No una víctima más de la historia, sino un actor con proyecto propio. Un país que, frente al caos, decide tener un rumbo.

Analista político

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