La historia suele revelarse en los rastros que deja su paso por el tiempo: monumentos, oficios, relatos, celebraciones, técnicas y formas de entender el mundo. Cada expresión constituye un puente que une generaciones. Sin embargo, ese puente depende de un acto fundamental: el registro. Sin registro no existe posibilidad de reconstrucción crítica, no existe memoria y, por consecuencia, tampoco conocimiento histórico.

El abandono de un templo, la desaparición de un oficio o el silencio de una fiesta tradicional deja huecos que impiden comprender la complejidad cultural de un territorio. Por ello, la labor de registro no debe entenderse como una acción burocrática, sino como una responsabilidad histórica. Registrar preserva, ordena, documenta, visibiliza y permite que los objetos y las prácticas revelen su valor simbólico y social.

En México, los procesos de modernización provocaron desplazamientos culturales intensos. Carreteras, industrias y reformas agrarias transformaron paisajes y modos de vida. Numerosos saberes quedaron arrinconados, no por falta de importancia, sino por ausencia de documentación.

La tradición oral mantuvo vivas muchas memorias, pero su fragilidad exige apoyo institucional y comunitario. Sin registro, un monumento, un baile regional, una técnica artesanal o un sistema de cultivo pierden continuidad y se diluyen en un presente que avanza sin mirar atrás.

La memoria histórica no cumple una función nostálgica. Funciona como herramienta para comprender dinámicas sociales, estructuras económicas, procesos históricos y, sobre todo, genera un testimonio.

Cada patrimonio material o inmaterial ofrece datos que permiten reconstruir procesos más amplios: migraciones, adaptaciones ambientales, relaciones de poder, intercambios comerciales y expresiones espirituales.

Por esa razón, las instituciones culturales y las comunidades deben converger en un esfuerzo común. El registro no debe concentrarse únicamente en grandes monumentos o piezas excepcionales. Las cocinas tradicionales, las expresiones artísticas locales, los relatos de barrio, los instrumentos de trabajo, las danzas festivas o los paisajes merecen atención.

Sin registro no hay memoria y sin memoria no hay historia ni identidad; por lo que la documentación del patrimonio cultural material e inmaterial no solo rescata objetos o prácticas: rescata la voz de quienes dieron forma al mundo que habitamos. Ese acto sostiene la dignidad de la historia y garantiza que las generaciones siguientes encuentren raíces firmes en un país donde la diversidad cultural constituye su fuerza más profunda.

Esta columna nació a partir de una pregunta que recibí durante mi participación como ponente en el Segundo Congreso Internacional de los Procesos de Industrialización y Desindustrialización en las Ciudades y sus Zonas Conurbadas del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), donde expuse un trabajo sobre el registro del patrimonio arqueológico industrial minero de Mineral de la Reforma, mediante tecnologías geoespaciales. Al final de la ponencia alguien cuestionó la utilidad de realizar un registro, si ese patrimonio carece de protección formal. La inquietud resultó legítima y profunda, porque revela una duda frecuente: ¿Para qué documentar aquello que el Estado aún no reconoce?

Precisamente esa pregunta motivó esta reflexión, ya que sin registro no existe posibilidad de exigir protección, pero sí de ofrecer alternativas para construir memoria y preservar el patrimonio cultural.

“Sin registro no hay memoria y sin memoria no hay historia ni identidad”…

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