Desde el siglo XIX, el Estado mexicano ha oscilado entre la negación de la diversidad cultural del país y su uso simbólico para construir una identidad nacional artificial. El indigenismo institucional del siglo XX convirtió a las culturas originarias en piezas de museo o en folclore utilizable, despojándolas de agencia política y social. Así, mientras el discurso oficial hablaba de "nuestros ancestros", en la práctica se desplazaba a las comunidades, se les expropiaba, y se les negaba el derecho a decidir sobre sus propios territorios y formas de vida.
Hoy, ese proceso continúa, pero con nuevos lenguajes y formatos. Se incorporan símbolos, se replican rituales, se colocan bastones de mando en manos de funcionarios de alto rango. Sin embargo, detrás de ese espectáculo no hay una transformación estructural ni un compromiso real con los derechos indígenas. Los pueblos siguen enfrentando desplazamientos forzados, megaproyectos sin consulta previa, militarización de sus territorios y exclusión política.
El historiador Felipe Ignacio Echenique March, Profesor-investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), ha señalado con firmeza un acto que, bajo la apariencia de respeto y solemnidad, encubre una profunda simulación: la ceremonia en la que ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) “consagran” bastones de mando en un ritual, presuntamente inspirado en tradiciones indígenas. Lejos de ser un gesto de inclusión o reconocimiento, este tipo de acciones constituyen una falta de respeto hacia los pueblos originarios, además de hacer un uso oportunista de sus símbolos para legitimar estructuras de poder que históricamente han excluido y oprimido a esas mismas comunidades.
El bastón de mando, en la cosmovisión de muchos pueblos originarios, es un símbolo de autoridad colectiva, de responsabilidad frente a la comunidad. Al sacar ese símbolo de su contexto y colocarlo en manos de quienes no han sido elegidos por los pueblos, ni representan sus intereses, el acto se vacía de sentido.
Peor aun cuando este tipo de rituales tiene lugar en espacios como Cuicuilco, una zona arqueológica. El uso de este sitio para actos políticos, no solo representa una violación legal, sino también una profanación simbólica. Su apropiación para eventos que buscan revestirse de legitimidad simbólica reproduce una lógica colonial: se toma lo indígena, se le reconfigura, y se le utiliza como ornamento del poder dominante.
La incongruencia resulta evidente cuando se observan las políticas actuales. ¿Cómo puede hablarse de respeto a las tradiciones indígenas cuando los pueblos no son consultados sobre decisiones que afectan su territorio?, ¿Qué legitimidad puede tener un ritual de "consagración" si se realiza sin la participación real de los pueblos, sin su consentimiento y fuera de su marco cultural?
La historia sirve no sólo para recordar, sino para exigir coherencia. Y si el poder desea realmente honrar las tradiciones indígenas, debe empezar por respetar a quienes las encarnan. No se trata de tomar símbolos, sino de escuchar voces. No se trata de actuar un ritual, sino de asumir un compromiso. Porque sin justicia para los pueblos indígenas, cualquier ceremonia es sólo una puesta en escena.
“Se toma lo indígena, se le reconfigura, y se le utiliza como ornamento del poder dominante”…
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