Stephany Espinosa

La pedagogía de la muerte

Stephany Espinosa
19/06/2025 |00:23
Stephany Espinosa
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La muerte no es un accidente de la historia, sino uno de sus ingredientes más constantes; no solo forma parte del ciclo natural de la vida, sino que también ha sido, una y otra vez, provocada por la voluntad y las decisiones humanas.

Matar no enseña, matar revela. Deja al descubierto lo que falla en una comunidad, en una época, en una cultura. Desde tiempos antiguos, la humanidad ha matado por poder, por miedo, por mandato divino, por venganza, por rabia o por desesperación. Lo ha hecho en nombre de imperios, de dioses, de banderas o inclusive, por ofensas…

La historia de la violencia se entreteje con regularidad, como una constante en los procesos de civilización. El antropólogo René Girard sugirió que la violencia, en sus formas más primitivas, ofrecía cohesión al grupo: se desplazaba hacia un “chivo expiatorio” para evitar que los conflictos internos destruyeran la comunidad. Esa mecánica sigue viva. Hoy, el odio colectivo encuentra nuevos blancos: el otro bando, el migrante, el vecino, el conductor que no cedió el paso.

El conflicto en Gaza representa uno de los ejemplos más desgarradores de esta continuidad histórica. Allí se aniquilan familias enteras, las víctimas se reducen a cifras y los asesinatos, a daños colaterales. La muerte se planifica, se justifica, se convierte en política. ¿Qué se aprende allí? La pregunta resulta dolorosa. Más bien se evidencia que, pese a los siglos, no se ha aprendido lo suficiente.

Pero la violencia no requiere fronteras para manifestarse. La escena ocurrida en Pachuca, donde un taxista y un conductor particular se apuñalaron hasta culminar en la muerte de uno de ellos, obliga a mirar de frente el rostro cotidiano de esta tragedia. La diferencia de escala no disminuye el horror. Dos hombres salieron a trabajar y no volvieron, no por una guerra, sino por una disputa momentánea, insignificante en cualquier sociedad que conserve el sentido de la vida por encima del orgullo o la frustración.

¿Qué se rompe en una sociedad para que la muerte parezca una respuesta?, ¿Cómo llegamos al punto en que el filo de una navaja se convierte en el último argumento? La filosofía ofrece claves. Thomas Hobbes, en su visión del estado natural, describió a los seres humanos como iguales en su capacidad de matarse entre sí. De ahí su propuesta de un contrato social para evitar su aniquilación. Sin embargo, ese contrato se desgasta cuando las instituciones pierden legitimidad y el diálogo se trivializa.

Más allá de la política y la filosofía, se impone una mirada ética. Matar no es simplemente un acto físico, es un acto moral que borra al otro como sujeto.

Aprender de la violencia, no implica acostumbrarse a ella, implica desentrañar sus causas y asumir la responsabilidad de evitar su repetición. Nos obliga a mirar lo que no funciona. No se trata sólo de castigar a quien empuña el arma, sino de preguntarse por el entorno que permitió que esa arma se convirtiera en opción.

“Matar no enseña, matar revela. Deja al descubierto lo que falla en una comunidad, en una época, en una cultura”…

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