En México, el llamado “arte popular” ha ocupado un lugar ambiguo, oscilando entre la admiración superficial y el desprecio sistemático. A pesar de representar una de las expresiones culturales más ricas y complejas del país, su valoración dentro del discurso artístico dominante ha estado marcada por jerarquías colonialistas, clasistas y racistas, que lo han situado en un escalón inferior respecto al arte académico, oficialista o “culto”.
En los circuitos museográficos y académicos, la distinción entre arte y artesanía, ha perpetuado una lectura jerárquica, donde las piezas populares ingresan al museo como curiosidades etnográficas antes que como obras de arte. Esta exclusión no solo refleja un sesgo estético, sino una estructura de poder que decide qué y quiénes merecen el reconocimiento. Los nombres de los artesanos suelen omitirse, sus técnicas se replican sin atribución, y su obra es explotada por industrias culturales que lucran con su imaginario sin asumir ninguna responsabilidad social.
El arte popular ha sido etiquetado como folclore, término que contribuyó a su marginalización al asociarlo con lo arcaico o lo “típico”. Estas expresiones encapsulan a estas manifestaciones en un discurso nacionalista que las usó como símbolo de una “mexicanidad” idealizada, frecuentemente desprovista de su contexto social, político y económico.
A la fecha, suele mantenerse la idea de que el arte popular responde a una creatividad instintiva, sin reflexión ni conciencia estética, lo cual refuerza la separación entre “arte verdadero” y “manualidad”.
La globalización ha exacerbado estas dinámicas. Mientras las piezas de arte popular mexicano circulan en galerías internacionales o se reinterpretan en pasarelas de moda, las comunidades que las crean enfrentan precariedad, despojo y migración forzada. El turismo cultural ha fomentado una demanda por lo “auténtico”, aunque esa autenticidad se define desde el exterior, imponiendo patrones estéticos ajenos a las propias comunidades.
Repensar el lugar del arte popular en la historia del arte implica desmontar estas estructuras. No basta con admirar sus formas; es necesario reconocer su complejidad conceptual, su historicidad y su potencia crítica. Las piezas populares no son meros objetos decorativos: contienen visiones del mundo, saberes ancestrales, estrategias de resistencia y formas de vida que desafían la lógica del capital y del individualismo artístico moderno.
En este sentido, el arte popular mexicano no necesita condescendencia ni exotización, sino justicia epistemológica.
Urge construir una historia del arte que escuche las voces de quienes han sido sistemáticamente silenciados, que reconozca su agencia creadora y que asuma que la estética también se encuentra en las manos de los artesanos, en los bordados colectivos, en las máscaras de carnaval y en los altares domésticos. Solo así el arte dejará de ser un espejo de desigualdades para convertirse en un espacio común de dignidad y memoria.
“Las piezas populares no son meros objetos decorativos: contienen visiones del mundo, saberes ancestrales, estrategias de resistencia y formas de vida”…
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