La historia de las inundaciones en México no se reduce a episodios meteorológicos extremos ni a eventos aislados de catástrofe. Son, más bien, momentos en que la naturaleza rompe los límites del orden humano y expone, con brutal claridad, las estructuras invisibles que sostienen, o desmoronan, a una sociedad. Las aguas que inundan no solo cubren calles y hogares; también descubren lo que la rutina política oculta: la desigualdad, la fragilidad de las instituciones y la distancia entre el poder y el pueblo.

Los fenómenos como una inundación no deben verse como hechos aislados, sino como síntomas de estructuras históricas más profundas: desigualdad territorial, modos de organización del poder, formas de ocupación del espacio. El agua que desborda puede revelar fallas sistémicas más que accidentes meteorológicos.

Gobiernos de distintos periodos, regiones y contextos, han intentado responder con rapidez política a una realidad que pertenece a una escala temporal mucho más lenta: la del cambio climático, la falta de infraestructura hidráulica eficiente, el deterioro ambiental o la pérdida de ecosistemas reguladores del agua. Este patrón, repetido a lo largo de la historia, revela una constante: el agua no cae sobre todos con la misma fuerza. Las zonas marginadas, rurales o periféricas, siempre han recibido la peor parte.

Historicamente, las respuestas del poder político han seguido una lógica cíclica. En tiempos de calma, se promete prevención; en tiempos de crisis, se improvisa asistencia. La infraestructura se anuncia como símbolo de modernidad, pero rara vez responde a las realidades locales.

En cada inundación el Estado se ve obligado a mostrar su capacidad de respuesta, y con frecuencia, falla. No por falta de recursos, sino por un modelo de desarrollo que privilegia el crecimiento urbano sobre el conocimiento del medio natural, el cual no determina, pero condiciona; es decir, no dicta lo que una sociedad hará, pero establece límites o posibilidades dentro de los cuales actúa. Las sociedades que ignoran o desafían ese marco tienden a sufrir las consecuencias a largo plazo.

México, como muchos países atravesados por la violencia hídrica, arrastra una herida: la de no haber aprendido a habitar su territorio sin someterlo.

Las aguas seguirán llegando, no porque la naturaleza actúe como enemiga, sino porque la historia de nuestras sociedades no ha logrado corregir sus desequilibrios estructurales ni su relación conflictiva con el medio natural. A lo largo de siglos, el dominio sobre el territorio y el control del agua han sido reflejo y ejercicio del poder político, que muchas prioriza los intereses económicos sobre la sostenibilidad ambiental.

Cada crecida no solo trae destrucción, sino también una lección profunda: los supuestos “avances” de una sociedad, no pueden desvincularse del orden ecológico que los sostiene.

La historia, en este sentido, no solo conserva la memoria del agua como amenaza, sino como impulso para la mejora constante de la relación con nuestro entorno.

“Los fenómenos como una inundación no deben verse como hechos aislados, sino como síntomas de estructuras históricas más profundas”…

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