En los albores del siglo XXI, la noción de belleza se ha vuelto una moneda de cambio. Los concursos que parecen celebraciones inocentes del cuerpo y el talento, revelan un trasfondo inquietante: la conversión del ideal estético en capital.
El cuerpo, particularmente el de las mujeres, ha sido uno de los terrenos más vigilados y moldeados por el poder. Simone de Beauvoir advirtió que la mujer no nace, sino que se hace: la cultura la forma bajo parámetros ajenos a su autonomía. Esta formación incluye la exigencia de agradar, de responder a cánones impuestos por el deseo masculino y, en tiempos recientes, por la maquinaria publicitaria y las grandes empresas.
Las pantallas repiten hasta el agotamiento un modelo corporal que promete éxito, aceptación y poder, pero que al mismo tiempo reduce la identidad a la superficie.
Los concursos de belleza aparecieron en la historia del devenir humano como vitrinas de modernidad y progreso. Se afirmaba que las “reinas” representaban a sus naciones, que eran símbolos de esfuerzo y disciplina. Sin embargo, como advierte Naomi Wolf en “El mito de la belleza”, el cuerpo femenino se transformó en una prisión adornada: una forma de control que se disfraza de libertad.
Aun cuando los discursos actuales hablen de empoderamiento y sororidad, la lógica del mercado se impone. La belleza se produce, se distribuye y se consume. Se mide, se etiqueta y se vende.
Históricamente, cada época ha inventado su propio ideal de belleza. En la actualidad, la cultura digital y el algoritmo, muchas veces dictan el atractivo; por lo que el desafío consiste en recuperar la belleza como expresión humana y no como mercancía.
Pensadoras como Amelia Valcárcel han defendido la idea de una ética de la belleza: no la que adorna, sino la que eleva. Una belleza que nace del respeto, del pensamiento, de la integridad. No se trata de negar el placer de lo bello, sino de devolverle su sentido: reconocerlo como espacio de libertad y no de sumisión.
En este marco, el reciente caso de Fátima Bosch, representante mexicana de Miss Universo 2025 en Tailandia, es un ejemplo de dignidad, al negarse a ser tratada como un objeto decorativo que se límita a seguir ordenes sin queja alguna. Ante las humillaciones sufridas por parte del presidente de la organización Miss Grand International, mostró un propósito firme y reivindicó un espacio legítimo para sí misma. Su postura fue clara: “No soy un producto”. Con esa afirmación, Bosch dejó en evidencia que la verdadera fortaleza reside en mantenerse fiel a la propia autonomía y en exigir respeto, incluso en contextos que intentan reducir a la persona a su apariencia.
En su actuar y en su discurso, (en esa ambigüedad al ser participante de un concurso, que pretende premiar la belleza condicionando la autonomía de las participantes), se abre una posibilidad de resistencia: la de afirmar que la belleza no reside en la medida ni en la forma, sino en la dignidad de saberse sujeto y no objeto.
En este caso, la verdadera belleza no reside en la forma ni en la apariencia, sino en la dignidad con que una persona se mantiene fiel a sí misma.
“La belleza no reside en la medida ni en la forma, sino en la dignidad de saberse sujeto y no objeto”…
Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL HIDALGO ya está en WhatsApp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.