Históricamente, el campo mexicano ha sido fuente de alimento, escenario de luchas y sustento de identidades, de manera material y simbólica. Sin embargo, en el México actual, ese territorio atraviesa una crisis profunda, marcada por el abandono institucional, el desplazamiento rural y las presiones del mercado global.
En México, los campesinos cultivan la tierra que sostiene a todos, pero rara vez reciben lo que merecen por su trabajo. El precio que se paga por sus cosechas no cubre ni el esfuerzo ni los costos de producción. Entre intermediarios, políticas insuficientes y competencia desleal con productos importados, el campo sigue siendo el eslabón más débil de la cadena alimentaria.
Esa injusticia no es reciente. Es una deuda histórica que se arrastra desde el periodo Virreinal, cuando la tierra se concentró en pocas manos, y que ni la Revolución ni las reformas neoliberales del siglo XX lograron saldar.
La apertura comercial, la firma del Tratado de Libre Comercio y la reforma al artículo 27 constitucional en 1992 permitieron la venta de tierras ejidales y abrieron el campo a la competencia con la agroindustria extranjera. Millones de campesinos quedaron marginados frente a un modelo que favorece el monocultivo, la exportación y la dependencia tecnológica.
A ello se suman los impactos del cambio climático. Sequías prolongadas, lluvias fuera de temporada y degradación de los suelos amenazan la producción. En paralelo, los megaproyectos energéticos y turísticos ocupan tierras agrícolas, desplazando comunidades enteras. En los últimos años, conflictos por el agua, la tala ilegal y la minería han reconfigurado el mapa rural.
Sin embargo, el campo también resiste. Nuevas cooperativas, redes agroecológicas y proyectos de soberanía alimentaria intentan recuperar prácticas ancestrales y revalorar la producción local.
¿Por qué debería interesarnos el destino del campo?
Porque de él depende nuestra alimentación, nuestra historia y nuestro futuro. Cada cultivo y sus derivados son producto de siglos de conocimiento agrícola, que además sustentan saberes y tradiciones .
El abandono rural no sólo implica hambre o pobreza, sino la pérdida de una memoria colectiva. Un país sin campesinos pierde sus raíces. Y es que, mientras el país siga sin valorar económicamente lo que el campo produce, continuará repitiendo el mismo error: olvidarse de quienes nos dan de comer.
Pero la injusticia no se limita al olvido económico. Muchas veces, los líderes campesinos que buscan organizarse o defender sus tierras no solo son ignorados, sino silenciados. Sus demandas legítimas se encuentran con obstáculos burocráticos, amenazas o incluso violencia. Así, la voz de quienes sostienen la alimentación del país se vuelve débil frente a un sistema que no reconoce su valor ni protege sus derechos.
“Mientras el país siga sin valorar económicamente lo que el campo produce, continuará repitiendo el mismo error: olvidarse de quienes nos dan de comer”...
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