La sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que declara al Estado mexicano responsable por la violación, tortura y muerte de Ernestina Ascencio no es un hecho aislado ni una anomalía jurídica. Es un espejo incómodo que devuelve una imagen persistente de la historia nacional: la del uso del poder del estado para violentar cuerpos, silenciar voces y negar justicia, especialmente cuando las víctimas pertenecen a los márgenes sociales.
El caso de Ernestina Ascencio, mujer indígena nahua de la sierra de Veracruz, se inscribe en una larga tradición de abusos cometidos bajo el amparo del Estado. Durante décadas, el discurso oficial negó los hechos, fabricó versiones, cerró investigaciones y protegió a los responsables. No se trató solo de un error judicial, sino de una estrategia: minimizar la violencia cuando proviene de instituciones armadas y desplazar la verdad cuando incomoda al poder.
La militarización, heredera de lógicas de control del siglo XX, se ha presentado reiteradamente como solución a los conflictos sociales. En ese camino, los derechos humanos han sido vistos como obstáculos y no como límites necesarios. El cuerpo de Ernestina Ascencio se convirtió en territorio de dominación, como antes lo fueron los de campesinos reprimidos, estudiantes perseguidos, trabajadores oprimidos o comunidades enteras desplazadas.
La importancia de este fallo radica también en lo que revela por contraste: cuántas víctimas no han tenido acceso a instancias internacionales, cuántos casos permanecen archivados, cuántas familias siguen esperando una verdad que el Estado se niega a reconocer.
Presos políticos privados de su libertad por intereses gubernamentales, defensores comunitarios criminalizados, líderes sindicales silenciados, pueblos indígenas despojados de su territorio, personas desaparecidas cuyo rastro se diluye entre expedientes incompletos y fosas clandestinas. La lista es larga y dolorosa.
La historia mexicana está atravesada por la constante tensión entre autoridad y justicia. Cuando el Estado se coloca por encima de la ley, la memoria se vuelve subversiva.
Recordar a Ernestina Ascencio no es solo un acto de reparación simbólica; es un gesto político que interpela el presente. Obliga a preguntarnos cuántas veces se ha repetido el mismo patrón: negación, encubrimiento, desgaste del tiempo, olvido forzado.
La sentencia de la Corte IDH no devuelve la vida ni borra el sufrimiento, pero rompe el silencio institucional. Reconoce que la violencia existió, que fue responsabilidad del Estado y que la verdad fue negada.
En un país donde la impunidad ha sido norma, ese reconocimiento adquiere un peso histórico. Sin embargo, la justicia internacional no sustituye la responsabilidad interna.
La memoria histórica, cuando se asume con honestidad, no busca venganza, sino dignidad.
La sentencia de la Corte IDH es un recordatorio de que el Estado, cuando olvida su obligación de proteger, se convierte en agresor. Y frente a ello, la historia tiene una tarea clara: nombrar, documentar y no permitir que el silencio se siga imponiendo.
“Cuando el Estado se coloca por encima de la ley, la memoria se vuelve subversiva”.