Lo indígena vale, para las marcas, las galerías, las pasarelas y las redes, solo cuando puede mostrarse sin conflicto, sin historia, sin derechos que reclamen retribución o reconocimiento.
A nivel global se extiende una tendencia peligrosa, donde muchas veces lo indígena se celebra, únicamente cuando puede separarse de quienes lo sostienen. Esta es la paradoja central de la apropiación cultural: el arte, los saberes, los tejidos, los colores, las formas y los símbolos de los pueblos originarios ganan valor en cuanto entran al circuito del mercado global, pero pierden contexto, significado y, sobre todo, vínculo con sus creadores.
Este fenómeno no ocurre por accidente, forma parte de una larga estrategia de separación entre el producto cultural y la comunidad que lo produce. En este proceso, lo indígena se estetiza, se romantiza, se reduce a “inspiración”, mientras la presencia real de las personas indígenas se silencia, se minimiza o se excluye. Así, un bordado otomí puede aparecer en una boutique de lujo en París, pero la bordadora que lo diseñó no puede acceder ni a un sueldo digno en su comunidad. Un calzado como el huarache tradicional, puede ser replicado por Adidas, pero la comunidad que mantiene viva esa técnica desde hace generaciones queda al margen, sin mención ni beneficio.
Lo indígena comienza a valer cuando ya no incomoda. Cuando se convierte en objeto decorativo. Cuando se vuelve “interesante” sin ser exigente. Esta operación permite al mercado capitalizar la diferencia cultural sin tener que enfrentarse a sus demandas políticas: territorio, autonomía, derechos colectivos, participación. Porque lo que se busca no es el encuentro con el otro, sino la absorción del otro en términos estéticos y comerciales.
Este mecanismo también opera en la memoria colectiva. A muchos les gusta “celebrar la diversidad” en festivales o días nacionales, pero pocos están dispuestos a escuchar lo que esa diversidad exige. En ese sentido, lo indígena solo se vuelve visible cuando puede ser apropiado, descontextualizado y vendido.
Este tipo de valoración parcial no solo es injusta; también es peligrosa. Porque perpetúa la idea de que las culturas originarias existen para ser consumidas, no para ser escuchadas.
Cuando una marca afirma que “con tu compra llevas de comer a las familias indígenas”, disfraza de generosidad lo que en realidad es una relación profundamente desigual. No son las comunidades quienes comen gracias a la venta, sino las empresas quienes comen, (y mucho), gracias al trabajo, el conocimiento y la herencia cultural de los pueblos originarios. Ese tipo de narrativa paternalista convierte el acto de explotación en un gesto de caridad, cuando en verdad son las marcas las que deberían rendir cuentas por lucrar con lo que no han creado.
Mientras lo indígena siga valiendo más como mercancía que como presencia viva y activa, seguiremos atrapados en un modelo colonial disfrazado de admiración. Y aunque cambien las marcas, los hashtags o los discursos, el fondo seguirá siendo el mismo: un mundo que quiere lo indígena… pero sin los indígenas.
“Lo indígena vale, solo cuando puede mostrarse sin conflicto, sin historia, sin derechos que reclamen retribución o reconocimiento”...
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