En las calles de México, los monumentos tradicionales han compartido espacio, en los últimos años, con nuevas formas de expresión pública que no provienen del Estado ni de sus instituciones: “Los antimonumentos”. A diferencia de las esculturas oficiales, estos objetos no celebran hazañas heroicas ni consagran figuras del poder; al contrario, emergen desde la sociedad civil y los movimientos sociales para interpelar a la autoridad, denunciar omisiones e injusticias, además de señalar, denunciar y exigir justicia.

Los antimonumentos son una forma de pedagogía urbana, enseñan con su sola presencia, no requieren placas ni ceremonias oficiales. Se instalan con urgencia, en ocasiones con clandestinidad, pero con una fuerza simbólica que desafía el olvido. Estos actos de memoria funcionan como recordatorios permanentes para quienes transitan esas calles, como lecciones de historia viva que se niega a entrar en los libros si no es por insistencia ciudadana.

Desde el punto de vista histórico, los antimonumentos rompen con la narrativa oficial. México ha construido su identidad a través de monumentos que ensalzan batallas, personajes y fechas conmemorativas. Sin embargo, la historia también se compone de ausencias, de injusticias y de víctimas ignoradas.

Los antimonumentos llenan esos vacíos al destacar hechos que no han encontrado justicia o reconocimiento. Así ocurrió con el antimonumento a los 43 estudiantes de Ayotzinapa, el de la Guardería ABC o el dedicado a las víctimas del feminicidio. Cada uno representa una deuda pendiente del Estado con su pueblo.

Este último, por su parte, suele mirar con recelo estas intervenciones. Al no controlarlas, al no poder integrarlas al discurso oficial, las considera actos de rebeldía y vandalismo. Sin embargo, los antimonumentos no destruyen la historia: la amplían, no borran el pasado: lo complejizan, no representan caos: encarnan la memoria activa. En ese sentido, disputan el relato único y oficialista, al abrir espacio a otras voces y sus realidades.

Los antimonumentos enseñan que la memoria no puede delegarse por completo al poder. Que la historia también se escribe desde abajo, desde las calles, desde el duelo colectivo. Estas piezas hablan desde lo no resuelto, desde lo pendiente. Son heridas abiertas en el paisaje urbano que no piden contemplación, sino acción.

La reciente colocación de un antimonumento por Palestina, frente a la Secretaría de Relaciones Exteriores, abre un nuevo capítulo en la historia de estas formas de rememoración alternativa. Esta acción no sólo recuerda a las miles de víctimas del conflicto en Gaza, sino que confronta directamente la política exterior mexicana. Lo hace al emplazar su mensaje en un lugar estratégico, donde las decisiones diplomáticas toman forma y se comunican al mundo. La pieza no permanece en silencio: habla de impunidad, de sufrimiento civil, de una comunidad internacional que ha fallado en su intento por detener la violencia.

“Desde el punto de vista histórico, los antimonumentos rompen con la narrativa oficial”...

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