Mientras Donald Trump levanta la voz una vez más con un discurso de muros, redadas y deportaciones masivas, millones de mexicanos en Estados Unidos se levantan cada mañana para construir un país que muchas veces no los reconoce, pero que no podría sostenerse sin ellos. Y si bien es cierto que la gran mayoría entraron de manera ilegal, también es cierto que no todos son delincuentes.

Es curioso —y profundamente preocupante— que a estas alturas se busque gobernar con la política del miedo, señalando al inmigrante como amenaza, cuando en realidad es ese inmigrante quien mantiene vivas muchas de las industrias que sustentan la economía más poderosa del mundo.

Los mexicanos en EU no llegaron a invadir ni a delinquir, como algunos discursos pretenden hacer creer. Llegaron con sueños, con una cultura de trabajo heredada de generaciones, y con un profundo deseo de dar a sus hijos lo que en su país les fue negado: estabilidad, educación, oportunidades.

Son los jornaleros que recogen los frutos que llenan los supermercados.... Las cocineras, los obreros de la construcción, los encargados de limpieza en hospitales, los que hacen el trabajo que otros no quieren hacer. Pero no solamente eso, también hay empresarios, estudiantes brillantes, soldados que han vestido el uniforme de un país que aún les llama “ilegales”.

Pero para Trump, y para quienes siguen su narrativa xenófoba, esos hombres y mujeres son solo cifras en un discurso populista. Él no ve las historias de sacrificio detrás de cada remesa enviada a México, ni el desvelo detrás de cada turno doble. No ve a las madres que cruzaron la frontera para poder alimentar a sus hijos, ni a los jóvenes que crecieron bajo el amparo de DACA, sin conocer otro país que no sea Estados Unidos.

Su política no es de seguridad nacional; es de exclusión. Y no se trata de proteger la frontera, sino de explotar el miedo. Trump no construye muros para proteger, los construye para dividir. Y en medio de esa división, los más vulnerables pagan el precio.

Por eso, urge una reforma migratoria real. Una propuesta justa y humana podría comenzar por abrir un camino claro hacia la residencia legal para quienes han trabajado por años, sin antecedentes criminales, y han contribuido a la economía. No se trata de regalar ciudadanía, sino de reconocer méritos y esfuerzo. Programas como DACA deben fortalecerse, no eliminarse. Y se debe crear una vía para regularizar a millones que ya son parte de la comunidad, del vecindario, de la fuerza laboral y del corazón de América.

El pueblo mexicano, aquí y allá, sabe lo que es levantarse ante la adversidad. Y los inmigrantes que viven para trabajar de manera honrada en Estados Unidos merecen una oportunidad que quizá, desafortunadamente no encontraron en nuestro país, no merecen persecución. Porque han demostrado, día con día, que su contribución va más allá de los estereotipos y son quienes también hacen grande a América.

Profesor

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