Así se llama la novela que publiqué recientemente. El reto de quienes aspiran a ser escritores es conectar su interés con el interés de los lectores. Así como no hay pitcher sin bateadores, quienes escriben necesitan al menos un lector. Escribí sobre Álvaro Obregón por razones autobiográficas.
Al empezar 1928, mi abuelo mudó a su familia de Oaxaca a la Ciudad de México debido a un devastador temblor de 7.8 grados. Como no tenía trabajo, su hermano menor, el general Rafael Melgar, revolucionario y destacado político, lo hizo diputado.
Entonces los diputados recibían su constancia con una pistola Colt 32. Mi abuelo que era tenedor de libros nunca había usado un arma de fuego. En Oaxaca eran famosas las tertulias musicales en que él tocaba el violín, mi abuela italiana el piano y la tía Rora cantaba arias de Mozart. Mi abuelo fue invitado a la comida que ofrecieron los diputados de Guanajuato a Obregón, presidente reelecto. Existe fotografía donde aparece mi abuelo, con otros diputados, alrededor del presidente electo minutos antes de que lo asesinaran.
Conservo tanto la fotografía como el revólver. Cuando era niño fui con mis compañeros de primaria al monumento a Obregón en San Ángel, ubicado en el preciso lugar del magnicidio. Durante años se exhibió, al mejor estilo soviético, la mano de Obregón que había perdido en la batalla de Celaya donde derrotó a Pancho Villa. Decía Obregón que cuando estalló la granada villista que le arrancó el brazo, alguien preguntó: “¿Dónde está la mano del general?”. Obregón, sangrando, respondió: “Echen una moneda de oro a aire y verán qué rápido aparece”.
Blasco Ibáñez, escritor español de fama mundial, viajó a México. Se entrevistó con el presidente Obregón con motivo de un libro que preparaba sobre el militarismo mexicano. Blasco le comentó que escribía una novela y leyó un pasaje. Semanas después en una comida en su honor, Obregón al hacer uso de la palabra recitó de memoria párrafos completos de lo que le había leído semanas antes el autor. Blasco Ibáñez no lo podía creer.
—¿Cómo es posible que usted supiera de memoria lo que escribí? preguntó azorado.
— Es que usted ya me había leído ese pasaje. Siempre recuerdo lo que me interesa.
Además de su memoria fotográfica, Obregón fue un empresario muy exitoso. Productor de garbanzo, antes de sumarse a la lucha contra el dictador Porfirio Díaz, cultivaba garbanzo para exportación. Inventó una máquina para sembrar y cosechar garbanzo que patentó en Estados Unidos, todo un éxito de innovación agrícola.
Esto y la lectura de La Sombra del Caudillo, la imprescindible novela de Martín Luis Guzmán (Carlos Fuentes me confesó que Guzmán es el mejor escritor mexicano), así como la película alusiva de largo metraje, me llevaron a emprender la aventura de escribir esta novela.
Cómo entender que un político admirado por Vasconcelos; que creó la Secretaría de Educación Pública; que produjo la colección de los clásicos que se repartían gratuitamente con el sello de la UNAM; que impulsó la obra mural de la pintura mexicana, pudo haber traicionado la No Reelección, el principio rector de la Revolución Mexicana. Cómo conciliar al poeta con el desalmado que ordenó ejecutar a sus correligionarios, amigos y partidarios. Cómo es que el amoroso padre de familia inspeccionó en el Castillo de Chapultepec los cadáveres de los sublevados que mandó matar. Por estas y muchas otras cuestiones Obregón es un personaje inexpugnable, paradójico, incomprensible, admirable, un personaje de novela.
Espero tener algunos lectores o al menos lectores benevolentes.
El brillo del caudillo, Editorial Picaporte, 2025. Disponible en librerías y Amazon.
Profesor de Derecho Constitucional en la UNAM