El pasado 10 de julio, una perrita callejera fue brutalmente pateada por un policía frente a un supermercado en Coapa. La escena —denunciada en redes sociales— muestra al elemento de la Policía Bancaria e Industrial bloqueando su paso con violencia. El nombre de la perrita, bautizada por vecinas como “Coapita”, fue el único gesto de ternura frente al acto de brutalidad. La Secretaría de Seguridad Ciudadana negó los hechos, aunque anunció que abriría una carpeta de investigación. Lo de siempre: primero se niega, luego se investiga y después se entierra. Pero Coapita no se dejó enterrar. Se volvió espejo.
Esa imagen, aparentemente simple, desató una conversación más profunda: ¿en qué momento dejamos de mirar la violencia hacia los animales como un acto que también nos define? ¿Por qué una patada a una perra callejera no es tratada como un acto de agresión con implicaciones éticas, sociales y políticas?
Conversé con Alina González, abogada y fundadora del proyecto Rescatalandia, una red ciudadana dedicada al rescate y cuidado de animales no humanos. No es refugio ni asociación civil, sino una trama de personas que aportan lo que pueden: desde hogares temporales hasta sesiones de fotos para promover adopciones. “México está atravesando por una crisis de violencia y ruptura de tejido social muy importante. Y si la vida de nadie vale, y si la normalización de la violencia es tan clara, los animales se vuelven una víctima más”, me dijo.
Sus palabras son tan estremecedoras como ciertas. En México, actualmente hay más de 28 millones de perros y gatos en situación de calle, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI, 2025). De ellos, más del 70 % son perros. La Ciudad de México concentra al menos 1.2 millones de perros callejeros, una cifra que crece cada año debido al abandono y a la ausencia de políticas efectivas de esterilización.
Alina tiene claro el diagnóstico: “Las instituciones en este país atraviesan una crisis de falta de capacidad, eficacia y voluntad. Eso se suma a que existe una sensación generalizada de que los animales son seres de segunda o tercera categoría”. Si en México la impunidad en delitos contra humanos es del 99 %, ¿cuál será el índice real en agresiones a quienes ni siquiera pueden defenderse ni denunciar?
A lo largo de su trabajo, ha tenido contacto con dependencias como la Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial (PAOT) y la Procuraduría de Protección al Ambiente del Estado de México (PROPAEM). Aunque hay respuesta, lo que encuentra es simulación: “Operan a base de perreras. Les llaman Centros de Bienestar Animal pero el nombre es una mentira. Son perreras a las que los animales ‘rescatados’ van a lo que yo llamo ‘su segundo infierno’, en donde se les tortura y después se les mata”.
Ese segundo infierno es institucional, pero también simbólico: ocurre cuando como sociedad dejamos de ver. No se trata solo de perros y gatos. “Creo que los animales más singulares que he rescatado son un tlacuache, gallinas, ratas y ratones. A dos ratas las rescaté de un laboratorio de psicología de una universidad privada”, me comparte.
México ocupa uno de los primeros lugares en América Latina en maltrato animal, y eso no es solo estadística: es un síntoma. Un país que no protege la vida vulnerable no es un país seguro para nadie. No es casualidad que la violencia contra los animales sea uno de los primeros indicadores de entornos propensos al abuso infantil y a la violencia doméstica, según múltiples estudios de criminología y psicología social.
Frente a una institucionalidad ausente, parece que la única esperanza está en nosotras y nosotros. En quienes nombran a las perritas, en quienes detienen una camioneta para rescatar a un tlacuache. En quienes no se acostumbran.
Pero la empatía no puede seguir siendo solo un acto individual. Si las autoridades no entienden que proteger la vida animal también es política pública, el segundo infierno seguirá oliendo a silencio y a omisión.
@MaiteAzuela
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