El sistema presidencial, ideado originalmente por los norteamericanos en la Constitución de 1787, reproduce la idea clásica de la división de poderes en la que los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, se contrapesan y controlan entre sí. Ello ocurre no solo a partir de una rígida separación de atribuciones, sino también a partir de un mecanismo de checks and balances (controles y equilibrios) que suponen una vigilancia y supervisión recíproca.
La idea, tal como la habían formulado originalmente John Locke y Montesquieu, padres de la idea de división de poderes como una técnica de limitación del gobierno, era que el poder se controlara a sí mismo. Se trató de un principio básico que inspiró, junto con el de soberanía popular (expresado en el We the People —Nosotros el Pueblo—), el entero constitucionalismo moderno y, en particular, a la primera Constitución escrita, la norteamericana.
El artículo II, sección 3, de la Constitución de los Estados Unidos estableció como uno de esos mecanismos de control la obligación del presidente de informar con regularidad al Congreso sobre el estado de la Unión. Se trató de un mecanismo de rendición de cuentas (accountability) en la que el titular del Ejecutivo le informa al órgano integrado por los representantes del pueblo (los legisladores que componen la Cámara de Representantes) y los representantes de los estados (los miembros del Senado) la situación de la administración pública con el fin de que aquellos la revisen y la auditen en el ejercicio de sus facultades.
De este modo, los informes que el Ejecutivo tiene que presentar al Legislativo fueron entendidos como un ejercicio de responsabilidad del primero frente al segundo como encarnación de la representación popular y del pacto federal.
En México copiamos el modelo presidencial desde nuestra primera Constitución como país independiente en 1824 y, desde entonces, lo hemos mantenido a lo largo de todas nuestras cartas fundamentales con variaciones que, en su momento inclinaron la balanza del ejercicio del poder en favor del Poder Legislativo, como ocurrió durante la vigencia de la Constitución liberal de 1857 que incluso instituyó un Congreso unicameral suprimiendo al Senado (hasta que fue reintroducido en 1874), y otras, particularmente a partir de 1917, de manera clara y decidida en favor del Poder Ejecutivo (cuando se asumió que sólo un gobierno fuerte, ampliamente facultado y con un vocación autoritaria, podría llevar a cabo la obra de justicia social pretendida por la Revolución).
Del mismo modo, se copió del modelo norteamericano la obligación de la Presidencia de informar periódicamente al Congreso, pero, salvo en periodos breves y muy puntuales de nuestra historia, esa figura nunca fue asumida —como para nuestros vecinos del Norte— como un mecanismo de rendición de cuentas.
Es más, como lo recuerda en un espléndido artículo Ciro Murayama (“Informe presidencial: el sistema político en una nuez”, El Financiero, 3-09-2025), durante las décadas del presidencialismo autoritario que prevaleció en la mayor parte del siglo pasado, el día del Informe de gobierno, asumido como el “Día del presidente”, era el momento apoteósico del poder presidencial, era el día de los aplausos, de los vítores, del confeti, del “besamanos”, más propios de una Monarquía que de una República.
Las cosas mutaron cuando el cambio democrático hizo del Congreso un auténtico órgano de control y contrapeso político del Ejecutivo. En 1997, cuando el PRI perdió por primera vez la mayoría absoluta de la Cámara de Diputados, y de forma inédita un legislador de oposición, Porfirio Muñoz Ledo, contestó el 3er Informe de Ernesto Zedillo, aquél simbólicamente le dijo, citando la célebre frase del Justicia de Aragón: “Nos, que somos tanto como vos y todos juntos más que vos...” inaugurando una novedosa etapa en la que las glosas del Informe se convirtieron en un auténtico ejercicio de auditoría del poder.
Con la regresión autoritaria que vivimos, y el control absoluto del Congreso por el oficialismo, volvimos a la época en la que el Informe es sólo exaltación del gobierno frente al que los legisladores se asumen como condescendientes porristas y aplaudidores acríticos y en la que la división de poderes no es más que un formalismo constitucional que de nueva cuenta, en los hechos, es mero papel mojado.
Investigador del IIJ-UNAM.