Hace poco más de una década vine por primera vez y hoy estoy aquí de nuevo, aunque Ucrania no estaba en mis planes iniciales. Circunstancias imprevistas me trajeron otra vez y, por supuesto, aproveché la oportunidad de acercarme a uno de los conflictos que marcarán este siglo.

Un automóvil me recogió en Varsovia. Atravesamos carreteras polacas hasta la frontera ucraniana y, tras un estricto control migratorio, crucé hacia territorio de guerra. Era medianoche, la hora en que el cielo se convierte en un escenario de drones y misiles. Una aplicación en el celular de cada ciudadano anuncia el peligro: vivir aquí es aprender a convivir con la certeza de que la muerte puede caer en cualquier momento.

Kyiv me recibió con su historia centenaria, más antigua que Moscú. Aquí nacieron símbolos que el mundo suele atribuir a Rusia: el alfabeto cirílico, la fe ortodoxa, el hopak. Sus iglesias siguen brillando con cúpulas doradas mientras alrededor todo se sacude y se convierte en polvo. La ciudad ha sido invadida muchas veces y por eso sus habitantes llevan la guerra en la piel: rezan a San Miguel Arcángel para que sus hijos regresen del frente, para que sus nombres no terminen grabados en muros fríos destinados a los muertos. Kyiv sobrevive entre su grandeza dorada y sus ruinas grises.

Camino entre edificios que son apenas esqueletos. Entre las paredes quebradas todavía se adivinan rastros de lo que fue una vida: una sala, una cocina, una fotografía que nadie reclamó. Allí hubo risas, discusiones, abrazos. Hoy, solo silencio y polvo. Los drones tienen una lógica cruel: explotan después, como minas suspendidas en el aire, multiplicando la tragedia. ¿Qué amenaza podía representar para Putin una familia recién formada? ¿O los ancianos que guardaban fotos amarillentas de su juventud?

“¿Qué se siente acostumbrarse a vivir bajo los ataques de drones?”, pregunté a Julia. No respondió de inmediato. Sus ojos se llenaron de lágrimas y, cuando habló en ucraniano, su voz se quebró. La traducción llegó después: “No me voy porque aquí debo quedarme. Quiero construir una Kyiv mejor para los que se fueron. No quiero que mi esposo, que pelea en el frente, regrese a una ciudad vacía”. Ella podría sentirse abandonada por quienes huyeron, podría llamarlos cobardes, pero no lo hace. Ayuda a rehabilitar soldados mutilados y, en medio de todo, sigue creyendo que quedarse es la forma más digna de resistir.

Esta guerra no es solo de Ucrania. Es el espejo del mundo que viene: la posibilidad de vivir en libertad o rendirse a un tirano que promete resolverlo todo, pero termina arrebatándolo todo. En una iglesia ortodoxa, una madre reza frente al retrato de su hijo muerto. El sacerdote canta oraciones. Afuera, jóvenes en sillas de ruedas sobreviven con la mirada perdida. La guerra arranca cuerpos, pero también arranca almas: hay quienes enmudecen durante meses, otros que enloquecen al escuchar ruso, otros que quedan paralizados tras ver morir en pedazos a un amigo.

Entre las ruinas y las cúpulas doradas, entre Julia rompiendo en llanto y el eco de los drones en la noche, Kyiv resiste. Aquí la guerra no es un titular, es un recordatorio brutal de lo que la ambición y la soberbia humanas pueden provocar.

@LuisCardenasMX

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