León Krauze

Legados de mi madre

Nunca había reparado en la recomendación que hacen quienes han tenido que enfrentar este hueco que ahora llevo

León Krauze
23/06/2025 |07:57
WEB El Universal Hidalgo
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Mi madre murió en la madrugada del 18 de junio.

Se fue mientras dormía, bajo el cuadro de una selva yucateca que cuelga detrás de su cama: una ventana al sureste mexicano que tanto le gustaba.

La encontré serena, con los ojos cerrados. Por un instante, juré que desafiaría el decreto de su partida y despertaría para regalarme una nueva sonrisa pícara y bromista, hija del sentido del humor veracruzano de su padre, a quien tanto quiso.

No se había sentido bien, pero nada presagiaba su muerte.

En su casa —donde crecimos mi hermano y yo, donde anunciamos la llegada de los cinco nietos de mis padres, donde reímos, debatimos y nos abrazamos por tantos años— todo estaba en pausa, como el escenario durante el intermedio de una obra, esperando a la protagonista. Sobre la mesa, junto al sillón donde le gustaba leer, quedaron sus lentes, listos para iluminarle la vista. Había dos libros a medio terminar, abiertos y marcados, esperando sus manos. En su baño, con esas paredes de mosaicos color rosa que quiso cambiar por años, su perfume y su cepillo descansaban uno junto al otro, en el ángulo exacto en que ella los había dispuesto la mañana anterior. Había dejado un par de pendientes escritos en la pared, en uno de esos hábitos curiosos que adoptó con la edad: había que pagar esto, hablar con esta persona, hacer aquella otra cosa. Los pendientes de una vida en curso. Me miré en su espejo, como seguramente se había mirado ella minutos antes de dormir su último sueño. Quise imaginar su rostro reflejado, aún vivo, con el pelo cano un poco enmarañado, pero largo y voluminoso: prueba de la exitosa batalla que había librado contra el cáncer años atrás. Junto a la puerta había dejado colgada su cómoda sudadera color gris.

Al día siguiente la habría usado de nuevo. Habría caminado lentamente hacia el otro lado de la casa. Habría pedido una taza de té. Habría observado las hojas húmedas de los bonsáis que cultivaba y, siempre preocupada porque llegara tarde “el tiempo de aguas”, habría agradecido la lluvia de la noche. Se habría sentado con cuidado en el sillón amarillo y, tras un suspiro, habría vuelto a su mundo de lecturas, reflexión y amor por los suyos.

El día siguiente nunca llegó.

Desde el día de su partida he descubierto la amplitud de su legado. Le habría enorgullecido la cantidad de personas que la leían, o la manera en que me han hablado de ella sus alumnos del Colegio de México o del Centro de Arte Mexicano (“Nunca tuve una mejor maestra ni tuve que estudiar así para un examen”, me dijo alguien al despedirla). Le habría conmovido ver a su familia unida, recordando las anécdotas de toda una vida. Me hubiera gustado que estuviera aquí para ver todo el amor que ha dejado. Nunca había reparado realmente en aquella recomendación que hacen quienes han tenido que enfrentar este hueco que ahora llevo: “En vida, hermano, en vida”, recuerdo que dice el dicho.

Eso también lo he descubierto.

Ahora veo que es verdad.

La muerte de mi madre sanó viejas heridas, acercó a amigos que creía perdidos, hizo inmediatos perdones que parecían imposibles, reblandeció corazones injustamente endurecidos, permitió abrazos que pensé improbables.

Y todo, a la sombra de su féretro.

¿Por qué, me pregunto ahora, no permitimos que ocurriera todo esto antes de que mi madre cerrara los ojos para dormir el 18 de junio? ¿Por qué no hicimos esto cuando todavía había, para ella, un día siguiente? ¿Por qué esperar?

A partir de ahora, no esperaré más. Y viviré con la fuerza imparable, la curiosidad insaciable y la terquedad virtuosa de Isabel Turrent.

@LeonKrauze

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