El Nobel de la Paz para María Corina Machado dio paso a reacciones reveladoras en las redes sociales mexicanas. Muchos la descalificaron por su aparente cercanía con Donald Trump y su respaldo reciente al gobierno de Benjamín Netanyahu. Ambos reparos son comprensibles, pero, como en tantas otras cosas, exigen una reflexión más profunda.

Machado tiene una sola causa: la lucha por la libertad en Venezuela. Sus declaraciones y sus alianzas, por desagradables que parezcan, responden a esa lógica. Ella misma ha explicado que necesita que Trump mantenga una presión constante que derive en la salida del poder de Nicolás Maduro mediante negociaciones. Aunque también ha señalado que el pueblo venezolano ya avaló un cambio de régimen en las urnas —cosa que es cierta—, Machado nunca ha abogado por una intervención militar estadounidense.

Su apoyo reciente a Netanyahu puede resultar moralmente reprobable —el gobierno de derecha israelí merece ser denunciado de manera implacable por sus abusos en Gaza—, pero es pragmático en función de Venezuela. Machado sabe que Irán, aliado de Hamás, es también patrocinador de Nicolás Maduro. Desde esa perspectiva, Netanyahu es un aliado en la única batalla que le importa a Machado: la venezolana.

Entender todo esto no es fácil; explicarlo, todavía menos. Es mucho más sencilla la indignación en redes. Lástima que lo segundo no contribuya a construir una mejor discusión pública.

La reacción al Nobel ha revelado otra característica de nuestro tiempo que bien valdría la pena considerar seriamente para normar criterios. En muchos casos —y este es uno de ellos— seguimos insistiendo en mirar el debate geopolítico desde el prisma ideológico de izquierda contra derecha. Admito que yo mismo he caído en esa tentación. Es una trampa.

Hay una manera más útil de establecer dónde está parado cada uno en el terreno moral de nuestro tiempo. Más allá de la lectura ideológica, el mundo actual se divide entre los regímenes con propensión autoritaria y aquellos que defienden los cuatro pilares de la democracia liberal: el Estado de derecho, la separación de poderes, las elecciones libres y justas, y la protección de los derechos humanos.

Por ejemplo, el régimen chavista en Venezuela atenta diariamente contra esas cuatro condiciones básicas de la vida libre y democrática. Lo mismo puede y debe decirse del gobierno de Donald Trump, del de Viktor Orbán en Hungría o del de Nayib Bukele en El Salvador. Ni hablar, por supuesto, del andamiaje autoritario de la Rusia de Vladímir Putin.

Por desgracia, el México del lopezobradorismo —con la erosión de la separación de poderes, la fragilidad del Estado de derecho y el debilitamiento de las instituciones democráticas— se acerca también a ese modelo autoritario.

La prueba esencial de la posición moral de cada uno de nosotros en la discusión pública, ahora y en los próximos años, no será la defensa de posiciones ideológicas de otros tiempos, sino la claridad para situarse del lado de las libertades esenciales de la democracia, de sus instituciones y del Estado de derecho.

Por eso, querido lector, le propongo un ejercicio: la próxima vez que alguien cuestione el reconocimiento a —en este caso— una mujer que ha dedicado su vida a defender los cuatro pilares de la democracia liberal frente a un régimen autoritario, pídanle que se manifieste con claridad y tome partido. Pregúntele: ¿estás dispuesto a condenar los regímenes autoritarios sin importar agendas o ideologías?

La condena de la tentación autoritaria y la defensa de la libertad y la democracia es, en el fondo, la única prueba que importa. El resto es paja de Twitter.

@LeonKrauze

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