Creo que lo primero a lo que están obligadas las autoridades de la capital es a revisar su lenguaje. Dos palabras mágicas, provocación y represión, hoy se entienden como licencia para asaltar y destrozar y para que la policía no haga nada.

En la marcha del 2 de octubre que conmemora la paranoica represión (esa sí) de la que fue víctima un mitin pacífico de estudiantes en Tlatelolco, se cometieron agresiones de todo tipo. No es la primera vez que “protegidos” por una marcha legítima de conmemoración y denuncia, un grupo de personas encapuchadas arremeten contra policías desarmados, comercios, periodistas, civiles y el bastimento público. No es la primera vez, pero al parecer, si es la más grave.

Esos actos vandálicos no sólo distorsionan la naturaleza de la marcha, sino que inyectan altas dosis de violencia, tensión y miedo, inhibiendo eventuales nuevas manifestaciones similares. Son un efectivo antídoto contra la expresión pacífica de malestares, demandas y denuncias.

Ese día saquearon y quemaron comercios; con palos, cadenas, martillos, bombas molotov y piedras se agredieron a policías. Se reportaron decenas de policías hospitalizados, tres de ellos de gravedad, además de civiles heridos.

El secretario de Gobierno, César Cravioto, habló después de eso. Dijo: se trató de “una gran provocación que pretendía una represión contra manifestantes. Se quedaron con las ganas” (Reforma, 3-10-25). Traducción: como era una provocación, las autoridades no hicieron nada para no caer en la provocación. Conclusión: fue un éxito. Si destruir, agredir, herir, quemar, golpear, son considerados solo como una provocación, y la inacción de la policía y su papel como víctimas se considera una estrategia exitosa, estamos fritos.

Una provocación es cuando alguien induce a otro a hacer algo que no deseaba. Pero me temo que cuando los provocadores ya saben que los policías no harán nada, dejan de ser provocadores y entonces lo que tenemos es la simple, llana y contundente comisión de delitos. Y la inacción de la policía no puede ser apreciada. Contener, dispersar, detectar a los culpables, detenerlos, juzgarlos con todas las de la ley, solo desde el delirio puede considerarse represión.

Se puede hablar de represión cuando alguien que realiza actividades lícitas (subrayo, lícitas), ejerciendo sus derechos, es perseguido, golpeado o peor aún, encarcelado, torturado o asesinado. Eso es represión y eso sucedió contra el movimiento estudiantil de 1968.

Ante flagrantes delitos, las autoridades están obligadas a actuar. No es una facultad potestativa. Deben hacerlo sin excederse, algo difícil, dado el grado de capacitación de los policías, pero no pueden cantar victoria, porque de esa manera se estimula la repetición de conductas similares a las que vimos el jueves pasado.

La secuela del 68 generó un consenso en contra del uso abusivo y criminal de las fuerzas policiales y el ejército. Es algo que no debe olvidarse y bueno es que sea parte del bagaje cultural de la sociedad. Pero considerar que toda acción de la policía es sinónimo de represión, y que la violencia desatada por pequeños grupos no es más que una provocación que no merece respuesta, nos está acercando a situaciones que mañana pueden ser más sangrientas.

A las cosas es necesario llamarlas por su nombre: la destrucción de comercios y la violencia contra policías y civiles son delitos, y la intervención de las llamadas fuerzas del orden es obligada, respetando los derechos de los implicados, y a eso no se le puede llamar represión.

Profesor de la UNAM

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