Pena por la muerte de Arnoldo Kraus. Mucho más que un médico.

En época de vigorosas tormentas, calles inundadas, automóviles flotando, bardas que se vencen y miles de personas que claman piedad a Tlaloc, me llegó gracias a Rafael Pérez Gay un docto libro de Manuel Perló que documenta famosas inundaciones que han afectado a la Ciudad de México a lo largo de su historia, pero sobre todo reconstruye las grandes obras de ingeniería que han intentado proteger a la antaño “región más transparente del aire” de las inclemencias del agua. Se trata de La ciudad sumergida. Episodios extraordinarios del agua en la Ciudad de México. Cal y Arena. 2025.

El libro desmiente (o desmiente a medias) lo que en los años setenta del siglo pasado, nos dijo a quienes éramos sus alumnos un profesor de la Facultad de Ciencias Políticas: “los políticos no hacen obras de drenaje porque no se ven, y por ello no rinden políticamente”. Desde 1424, el conflicto entre “el reino de Azcapotzalco y la naciente y pujante Tenochtitlán” hasta la construcción e inauguración del drenaje profundo en tiempos de Luis Echeverría, que acaba de cumplir 50 años, la preocupación ha sido cómo impedir que las aguas conviertan en un mar inclemente a la hoy Ciudad de México. Y mucho se ha hecho.

La gran paradoja es que un amontonamiento humano edificado sobre una original zona lacustre, tiene al mismo tiempo graves problemas de escasez de agua e inundaciones que parecen bíblicas. Perló con muy buen tino y afilada sensibilidad reconstruye cómo “la visión del Anáhuac” ha pasado de la fascinación al desaliento. Acude a escritores y pintores que fueron seducidos por el encanto del paisaje y cómo a partir de los años cuarenta del sigo XX el gozo se empieza a ir al pozo. Bernal Díaz del Castillo: “Vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras poblazones… Nos quedamos admirados”. Hernán Cortés: “Iztapalapa… la mitad dentro del agua y la otra mitad en la tierra firme”. Francisco de Cervantes de Salazar (1554): “¡Dios mío! Que espectáculo descubro… campos de regadío, bañados por las aguas de acequias, ríos y manantiales”. Bernardo de Balbuena (1604); “Cruzan sus anchas calles mil hermosas/ acequias que, cual serpientes cristalinas, / dan vueltas y revueltas deleitosas”. Humboldt (1811): “No puede darse espectáculo más rico y variado que el que presenta el Valle” (y no le sigo; recomiendo ir al libro).

Pues bien, desde mediados del siglo pasado el desencanto se instala. Salvador Novo (1957) escribe luego de subir al mirador de la Torre Latinoamericana: “El espectáculo de la ciudad desde tan arriba… da la impresión de una tonelada de muelas cariadas… Y alarma la falta de verdes, lo raquítico de la vegetación”. Y a ello súmenle, nos dice Perló, las novelas de Fuentes, Yáñez, del Paso, la poesía de Efraín Huerta y José Emilio Pacheco, el cine de Buñuel, Alejandro Galindo, las fotografías de Rodrigo Moya y Héctor García o las crómicas de Monsiváis. Todas ellas muy lejos de los retratos idílicos.

Escribe Perló: “Los lagos perdieron el 95% de su espacio original, los humedales y lagos del suroriente se drenaron y contaminaron, nuestros ríos de agua se transformaron en ríos de asfalto, los bosques de las serranías se talaron, nuestras prodigiosas barrancas se ocuparon ilegalmente y las transformaron en cloacas a cielo abierto, los nevados volcanes se perdieron de nuestra vista y el cielo se convirtió en un lienzo teñido de tonos amarillentos y grisáceos”.

Y por supuesto la vida continúa. No puede ser de otra manera.

Profesor de la UNAM

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