José Rubinstein

La laicidad en riesgo

José Rubinstein
05/09/2025 |10:39
WEB El Universal Hidalgo
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Fueron purificados los ministros de la Suprema Corte. De rodillas, con copal y comales, pidieron a Quetzalcóatl que guiara sus pasos. Bastones de mando, palabras ceremoniales y un aire de hechicería enmarcaron la escena. No fue un simple protocolo, se trató de un ritual con fuertes resonancias en las costumbres de los pueblos originarios, cargado de símbolos y creencias ancestrales. La pregunta es inevitable: ¿Qué significado tiene que la máxima institución judicial del país se someta a este tipo de ceremonias?

En apariencia podría leerse como un gesto de respeto hacia la cosmovisión indígena, un reconocimiento a tradiciones largamente marginadas. Desde esa perspectiva, el acto busca reconciliar lo moderno con lo ancestral, como si el Estado mexicano no pudiera entenderse sin la raíz profunda de sus pueblos originarios. Sin embargo, la otra cara del asunto es más problemática: estamos frente a un Estado constitucionalmente laico que, de pronto, permite que sus ministros participen en un sincretismo religioso que raya en lo ceremonial.

La Constitución establece con claridad que las autoridades deben actuar con independencia de credos religiosos. La separación entre Iglesia y Estado es una conquista histórica que costó décadas de luchas políticas y culturales. No se trató de un capricho, fue la forma de garantizar que la pluralidad de creencias no interfiriera con el ejercicio del poder. Si hoy los ministros de la Corte se arrodillan ante símbolos prehispánicos, mañana podrán hacerlo ante imágenes de cualquier otra fe. ¿Dónde termina la línea divisoria? Este tipo de ceremonias, más que reafirmar la identidad cultural, corren el riesgo de ser utilizadas como legitimación política. El bastón de mando y las ofrendas ancestrales han sido repetidamente empleados por los gobernantes, enviando un mensaje de “cercanía con el pueblo”, con el riesgo de llegar a confundir lo espiritual con lo político. Cuando los jueces más importantes del país se someten a rituales místicos, el principio de imparcialidad empieza a diluirse. Nadie niega el valor de las culturas originarias, ni el profundo arraigo de sus prácticas rituales, el copal, el fuego y la invocación a Quetzalcóatl forman parte de la identidad mexicana, al igual que los cientos de danzas sobrevivientes al paso de los siglos. Pero, reconocer esa creencia, no significa convertirla en ceremonia oficial de la Corte.

El sincretismo religioso, entendido como la mezcla de elementos espirituales de distintos orígenes, puede ser fascinante en la vida privada y en la cultura popular. Pero en un Estado laico adquiere otro matiz, se convierte en una grieta que erosiona la neutralidad del poder público. No se trata del desprecio hacia las tradiciones, sino de recordar que los jueces no pueden arrodillarse frente a ninguna fe, porque su única lealtad es hacia la Constitución.

¿Es un retroceso? Todo indica que sí. Al menos, es una señal peligrosa de que los límites entre religión y Estado se están desdibujando. Finalmente, la investidura de los ministros terminó siendo un rito de hechicería en el corazón de la justicia mexicana. Y ese es un terreno en el que el Estado no debería aventurarse. Estas líneas pretenden ser un llamado a la laicidad y a la independencia del poder público.

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