Quienes estigmatizaron la posesión, el uso o alarde de la prosperidad o la riqueza fueron los partidarios de la 4T. Todas sus expresiones simplistas y sus reglas absurdas crearon el clima en el cual los linchan ahora. Que la ostentación de la opulencia en México constituya un lastre que ofende y hiere a mucha gente en un país profundamente desigual no obsta para reconocer algo básico, que Morena y sus gobiernos no admiten. A menos de salir del closet y reconocer que su verdadera meta en la vida consiste en consumar una revolución en México, que elimine las diferencias entre ricos y pobres, no les queda más remedio que aceptar una dolorosa realidad. Mientras aquí rija la economía de mercado -lo que antes se llamaba el capitalismo- imperarán enormes abismos entre distintos sectores de la sociedad. Serán mayores o menores según el sistema fiscal, el buen gusto, la indignación social y la sensatez, pero no desaparecerán. Ni en México ni en China.

México no es el peor de los países, en materia de hacer gala de la riqueza, sobre todo tratándose de una de las sociedades más desiguales de la tierra. Decenas de extranjeros se han extrañado de la costumbre de los moradores de las colonias de lujo en las grandes ciudades de rodear sus mansiones de bardas. Algunos han supuesto que el motivo siempre fue disimular la fastuosidad de las mismas, para no ofender a quienes circulaban por las avenidas de las Lomas, del Pedregal o San Ángel. Magnates como el Ingeniero Slim o Lorenzo y Roberto Servitje se ganaron una merecida fama de discreción y modestia en la exposición de sus signos exteriores de prosperidad. El rico mexicano suele ser cuidadoso; son los nuevos ricos los más escandalosos.

La 4T comenzó a estigmatizar la fortuna de los unos y a celebrar la pobreza de los otros desde un principio. Redujo los salarios y las prestaciones de la tecnocracia mexicana -y del poder judicial, por cierto- alegando que la vocación de servicio debía bastar. En el mundo real, con seres humanos reales -y sin el “hombre nuevo” del sacralizado Che Guevara- no basta. Con los años -ya van siete- la tecnocracia fue esfumándose, dando lugar a los gobiernos más incompetentes y no menos corruptos de la época moderna.

Así llegamos a las vacaciones, a los viajes en clase ejecutiva y a los hoteles cinco estrellas. López Obrador nunca entendió que si un alto funcionario debe soplarse doce horas de vuelo para asistir a una junta de trabajo al aterrizar, más le vale dormir en el avión; si no, lo hará en plena reunión. Si Sheinbaum prefiere la “medianía” de Juárez y de los hoteles de sexta para sus colaboradores, pronto tendrá colaboradores de sexta y sumamente medianos (en realidad, ya los tiene).

Y si el régimen ostenta una llamada narrativa de austeridad, rápidamente saldrá el peine (bien cochino) de los excesos de seres humanos de carne y hueso. Pedro Haces es muy rico; le encantan las fiestas opulentas. Ricardo Monreal es su amigo, y le encanta asistir a sus fiestas, en el Ajusco, el St. Regis o las afueras de Madrid. Sólo se tornó reprobable su actuación si previamente se exaltó la modestia y el ascetismo de un movimiento compuesto por personas que no son franciscanas. Lo mismo sucede con Fernández Noroña, o con los relojes de Adán Augusto López, o las parrandas italianas de los Yunes.

El caso de los hijos de López Obrador es diferente. Son, para empezar, personajes públicos, ya todos mayores de edad, y que no rehúyen de los reflectores. Su padre efectivamente se jactó de su frugalidad, de sus dos pares de zapatos y nulas tarjetas de crédito, presentando estas inclinaciones suyas como virtudes y dignas de ser replicadas por todos. En un país donde ha crecido enormemente el uso de efectivo, duplicando los porcentajes de otras economías latinoamericanas, como lo demostró Alejandro Werner en un artículo reciente de Reforma, que el Presidente glorifique ese efectivo resulta desconcertante. Pero allá él; sólo que entonces sus hijos deben ceñirse a la conducta que pregona, o deslindarse. De lo contrario, el estigma que el padre fabricó les cae encima a los vástagos. Con más razón si los ingresos de estos no son precisamente transparentes.

No me gusta la acusación de hipocresía dirigida a Morena, en parte porque siempre he creído que la hipocresía tiene mucho de positivo y que su mala reputación es injusta. Sirve. Pero no cabe duda que existe una gran incongruencia entre el comportamiento de los morenistas y su credo. De allí que les toque sopa de su propio chocolate, de la marca Bienestar o Rocío, esta última propiedad de Andy, Gonzalo y José Ramón.

Excanciller de México

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