Fue un poco antes de las avemarías del 14 de junio de 1607, cuando el cielo se hallaba turbado “con muy espesas y oscuras nubes”. El jesuita Francisco Xavier Alegre cuenta que un cometa de cabeza blanca y cola de color de cielo pasó rozando las azoteas de las casas por el rumbo de Tultitlán. Según el jesuita, fue el fatídico presagio de unos “temerarios torbellinos de agua” que hicieron que las lagunas entraran por las puertas de las casas de la Ciudad de México, “que nunca se había visto tan próxima a su ruina”.

Las acequias se llenaron hasta el ojo de los puentes. Las habitaciones bajas quedaron inhabitables. En las más altas, la gente quedó atrapada sin poder salir. Muchas personas lograron huir de la ciudad cuando la inundación comenzaba; los que lo intentaron más tarde descubrieron que la fuerza de las aguas había despedazado ya las calzadas: quedaron prisioneros de un mundo que terminó por desmoronarse el 29 de julio –“día de los gloriosos apóstoles San Pedro y San Pablo”–, cuando una nueva y brutal avenida de agua tiró cientos de casas y edificios.

Cuatro días más tarde tomó posesión como virrey de la Nueva España don Luis de Velasco, el joven. La ciudad malherida creyó que Dios lo había enviado para librarla “de su último exterminio”. Narra Francisco Xavier Alegre que el primer cuidado del virrey fue mandar hacer oraciones y plegarias en todas las iglesias para aplacar la ira del cielo.

Había ocurrido una inundación semejante en 1553, cuando los nuevos amos de México desconocían aún los peligros del islote en que se había construido la ciudad. El cronista Juan de Torquemada afirma que durante varios días no fue posible andar en las calles sino en canoas. El virrey Luis de Velasco, el viejo, mandó remozar el albarradón construido por Nezahualcóyotl, levantar una nueva albarrada en San Lázaro y desviar el curso del río Cuautitlán. El erudito José Fernando Ramírez afirma que todas esas obras fueron pasajeras: vino otra inundación en 1580, y aunque fue entonces cuando el virrey Martín Enríquez de Almanza se le ocurrió desaguar los lagos a través de un canal practicado en Huehuetoca, la obra se abandonó cuando las lluvias se fueron.

La capital de la Nueva España se volvió a inundar por completo en 1604 y las aguas no bajaron en un año: cuando fueron a revisar las obras emprendidas por el viejo Luis de Velasco, se descubrió que la gente se había llevado las piedras de la albarrada para construir sus casas.

Así llegó la inundación del 29 julio de 1607, día de los apóstoles San Pedro y San Pablo, en que según la relación de José Fernando Ramírez cayeron incontables casas. Luis de Velasco, el joven, pidió a todos los entendidos que presentaran proyectos para remediar aquello. Fue favorecido uno en el que tomaba parte el célebre cosmógrafo Enrico Martínez, y que retomaba la idea de abrir un canal en Huehuetoca y Nochistongo que drenara el agua hacia el lago de Zumpango.

Ordenó el virrey que “todos los macehuales vecinos” fueran a “excavar, abrir, cortar en medio y horadar el cerro”. Más de 100 mil indígenas fueron movilizados. Se trató de la obra de infraestructura más grande y costosa en la historia de la Nueva España. Sin embargo, el saldo fue brutal en más de un sentido: miles de personas enfermaron y murieron durante la construcción del desagüe.

El cronista indígena Domingo Francisco Muñón Chimalpahin indica que en febrero de 1608 fueron hallados en Huehuetoca algunos huesos de los gigantes “que antiguamente vivieron en esta tierra”, los cuales fueron presentados ante el virrey (faltaban dos siglos para que en lugar de hombres gigantescos comenzara a hablarse de “elefantes que murieron ahogados en tiempos del Diluvio”).

El desagüe parecía, en efecto, una obra de gigantes. Cuando el virrey fue a probar la obra y vio que el tajo de Nochistongo funcionaba, se alegró tanto que colgó en el cuello de Enrico Martínez una cadena de oro. En 1611, sin embargo, las obras de Nochistongo se derrumbaron y la ciudad se anegó: se había abierto la puerta para la Gran Inundación de 1629, cuando la tromba del día de San Mateo cayó durante 40 horas, mató a 60 mil personas, arrasó las casas y dejó sumergida a la Ciudad de México durante cinco largos años.

Se decía que en uno de los lagos había un mecanismo secreto con el que Moctezuma podía anegar la ciudad cuando él quisiera “y que a él era reservado ese secreto”. Dicho mecanismo servía también, “según pinturas y caracteres de la gentilidad”, para desecar los lagos en un instante. De acuerdo con las consejas se hallaba en Pantitlán. En su desesperación, el virrey de Cerralvo mandó buscar el “sumidero” y ofreció cien mil pesos de recompensa a quien lo encontrara.

Nadie ha podido localizarlo en todos los años de todos los siglos siguientes, según podemos constar cada vez que caen sobre México los “temerarios torbellinos de agua”.

Cuando se perdió la esperanza de hallar el mecanismo secreto de Moctezuma, el rey de España ordenó que la Ciudad de México fuera reedificada, no donde la dejó Cortés, sino en los llanos del pueblo de Sanctorum, entre Tacuba y Tacubaya. El Cabildo decidió que era imposible hacerlo, pues se habían gastado ya más de 50 millones de pesos en la construcción de 22 conventos con sus templos, ocho hospitales, seis colegios, la Catedral, dos parroquias, las Casas Reales, el arzobispado y el Santo Oficio.

La ciudad quedó en manos desde entonces de los ingenieros de su desastre. Están por cumplirse 400 años de la peor inundación (1629), y cíclicamente nos sorprende una nueva peor inundación: esta semana, en la Muy Noble y Muy Leal superamos ya la de 1951: nos han regresado en el tiempo más de medio siglo y corremos el riesgo de que, quienes prometieron alejarla para siempre de “su último exterminio”, nos regresen incluso cuatro siglos

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