Las Poquianchis. El tétrico sobrenombre de las hermanas Delfina y María de Jesús González Valenzuela inquietaba desde los puestos de periódico del país entero. Lo acompañaban macabras fotografías de cadáveres exhumados en una casa de San Francisco del Rincón y en los terregales de un rancho cercano, conocido como San Ángel.
En febrero de 1964, la revista Alarma!, que no había cumplido aún un año de vida y dio la cobertura más exagerada e inescrupulosa del caso, pasó de tirar 100 mil ejemplares a 333 mil: en poco tiempo gozaba ya de una circulación garantizada de 950 mil ejemplares.
Las notas del reportero Jesús Sánchez Hermosillo, enviado a San Francisco del Rincón por el director de Alarma!, Carlos Samayoa, provocaban entre los lectores una sensación de morbo que solo pocas veces se había visto en la prensa mexicana: “Jamás la ley había conocido la perversidad humana en su grado más bajo y canalla”, “Las hermanas del diablo”, “Pocos casos tan espeluznantes como este. Pocos tan despreciables y merecedores del más enérgico de los castigos”. “¡Se pide que se les queme en leña verde!”.
Sánchez Hermosillo hablaba del descubrimiento de cientos de cadáveres de mujeres y de niños enterrados en el burdel que regenteaban Las Poquianchis; de cuerpos quemados con gasolina y mujeres asesinadas a golpes: una sucesión de engaños, abusos, explotaciones, encierros forzosos, hambres, castigos y tormentos a los que un grupo de prostitutas habían sido sometidas por Las Poquianchis.
María de Jesús González relató desde la cárcel que el sobrenombre se le había quedado desde que en 1949 alquiló una casa “que antes estaba regenteada por un joto que le decían el Poquianchis”. Durante más de 25 años ella y su hermana Delfina manejaron burdeles en Guanajuato y Jalisco bajo la protección de autoridades municipales, alcaldes, secretarios, oficiales mayores, funcionarios de salud, comandantes y policías judiciales, que además de mordidas y pagos mensuales gozaban de los servicios en forma gratuita. En todos esos años ninguna de las pupilas de Las Poquianchis se quejó de los delitos de que estas fueron acusadas más tarde.
A principios de 1964 “tres madres angustiadas llegaron a mi comandancia para solicitarme ayuda. Estaban desesperadas por encontrar a sus hijas perdidas”, le dijo después el comandante Miguel Ángel Mota a la periodista Elisa Robledo.
Desde hacía dos años se había prohibido el ejercicio de la prostitución en Guanajuato. Las González se refugiaron en Jalisco, pero un hecho de sangre provocó el cierre del burdel que regenteaban. Con más de 30 muchachas, decidieron encerrarse de manera clandestina en San Francisco del Rincón, donde estaba uno de los prostíbulos que las autoridades les habían clausurado. El plan era esperar a que se diera el cambio de autoridades estatales, para llegar a un nuevo arreglo.
Vivieron escondidas durante más de ocho meses, bajo la vigilancia del capitán Hermenegildo Zúñiga Maldonado, apodado El Águila Negra, hasta que su antiguo cliente, el comandante Mota, las “descubrió”. Para entonces solo quedaban 15 mujeres. Las demás habían escapado, habían sido asesinadas o habían muerto por enfermedades provocadas por la desnutrición.
El relato de las vejaciones que habían sufrido, llevado al límite de la exageración por las notas de Jesús Sánchez Hermosillo, que hablaban de cientos de mujeres, de fetos y de niños enterrados en las propiedades de Las Poquianchis, enardecieron a México.
El expediente era, sin embargo, una escandalosa colección de contradicciones que Elisa Robledo reunió en un libro que todavía en 1980 vendió decenas de miles de ejemplares: “Yo, La Poquianchis: Por Dios que así fue”.
Guadalupe Moreno, una mujer que confesó que ella misma había quemado un cuerpo con gasolina, dijo después que los judiciales le habían aconsejado “que les echara lo más posible a las hermanas para que nosotras quedáramos limpias”. Dijo que había presentado una caja con los huesos que le daban al perro como si fueran de niños muertos. “No me consta que mataran a algún niño en los 23 años que trabajé con ellas”, dijo. Por el contrario, aclaró que todas las mujeres se pusieron de acuerdo “para hablar en contra, porque además teníamos miedo de los judiciales”.
Según Moreno, una de las mujeres había enfermado por tener contacto sexual con un perro. “Le empezó a dar una diarrea muy fuerte… Moribunda, su hermana (Adela Mancilla) la acabó de rematar… Cuatro compañeras la enterraron”. Flor, otra de las jóvenes —dijo Moreno— murió por un susto y “por la dieta de puros frijoles en agua sin sal” que les daban. Como no pudieron bajar su cuerpo por una escalera de madera “de puros palitos”, optaron “mejor por aventarla”. Una tercera “murió de flaca”.
Adela Mancilla dijo que Delfina la había obligado a matar a su hermana por cohabitar con un perro, así que ella la golpeó con un palo. Dijo que vio al chofer Enrique Rodríguez llevarse dos muertas envueltas en sábanas para tirarlas en la carretera y dijo que a Santa, otra de las pupilas, la mataron y la quemaron. Habló de 9 mujeres muertas.
El defensor de oficio de las González dijo que nunca se halló cadáver alguno, y que sus clientas fueron acusadas sin que esos cuerpos aparecieran. El inspector de policía Carlos Hidalgo recordó que “se encontraron unos huesos que al analizarlos resultaron ser de animales”, y que se localizó un solo cadáver “al que se le hizo la autopsia”.
Las mujeres rescatadas hablaron de 12 muertas. Los choferes y ayudantes de las hermanas aceptaron que habían ido a tirar entre dos y cuatro cuerpos en la carretera y uno de ello dijo que había inventado que echó otro más por miedo a que le hicieran algo.
Según un análisis del expediente que en 1980 Elisa Robledo mandó hacer con un penalista experto, se presentó la fotografía de una misma mujer y con esta se “identificó” a dos de las muertas.
Las mujeres declararon que una de las víctimas había muerto por golpes. La autopsia reveló que por desnutrición. Unas dijeron que a otra de las víctimas la habían quemado viva, y otras que Delfina le había puesto veneno en la cocacola. Unas hablaron con ánimo de perjudicar a Las Poquianchis. Otras, por miedo a que las fueran a perjudicar a ellas.
Las autoridades dieron por bueno todo y se negaron a investigar a quienes desde el poder habían dado protección durante años a las hermanas. Para no afectar a algún “influyente”, tampoco se llamó a declarar a los habituales del burdel, por más que las hermanas lo solicitaron. María de Jesús recordó que un cura y un sacristán figuraban entre los asiduos. Las hermanas fueron condenadas a 40 años.
Luisa González, una hermana de Delfina y María de Jesús que no había tenido nada que ver con el negocio de estas, se presentó a declarar porque la habían amenazado y tenía miedo de que la lincharan. La condenaron a 27 años y murió en la cárcel, completamente loca.
Delfina falleció en 1970. A las puertas de su celda, una cubeta llena de cemento le cayó en la cabeza. Según María de Jesús, antes de morir le contó “la verdad”: que solo hubo dos muertas: una que se hinchó, se abotagó, murió de madrugada y se les zafó cuando quisieron bajarla por la escalera de madera (“miedosas de que la policía no creyera la verdad… decidimos no sacar certificado médico y la enterramos”) y otra que tenía una enfermedad venérea “y para colmo tenía contacto con el perro”, a la que su hermana Adela “le apachurró el pescuezo porque se quejaba mucho”.
Lo que siguió fue como un diálogo de Jorge Ibargüengoita.
—¿Por qué no lo dijiste todo a tiempo? –le preguntó María de Jesús.
Delfina respondió:
—¡Ay!, hermanita, si lo pendejo no se estudia.
Han pasado 61 años. Pero en general, el caso de Las Poquianchis, revivido ahora en la exitosa y bien lograda serie de Luis Estrada, demuestra que no ha pasado tanto: que en 2025 la corrupción y la manera de impartir justicia en México siguen siendo en iguales, exactamente iguales, que cuando la revista Alarma! se ocupó por vez primera de las tétricas Poquianchis.