Acudí a la celebración de Hugo Hiriart que organizó la UNAM el pasado domingo. Fue formidable verlo: es el más viejo de mis amigos, pues lo somos desde 1970 y cada año lo quiero y admiro más. También fue formidable ver reunida a una “inmensa minoría” de gente que lo aplaudió pues ha leído sus libros o presenciado su teatro.
Abrevio lo que peroré en nuestra UNAM: que la de Hugo es una peculiar literatura, la de un heterodoxo mexicano, apartado de todo lugar común y conducta sancionada. Excéntrico, fuera de centro, escribe en y para la periferia. Por ejemplo, cuando estaba en su apogeo hacer novelas sobre la siempre titubeante identidad nacional, Hugo prefirió escribir Galaor (1972) una deliciosa novela de caballería. Con aire distante, merodea alrededor de cualquier certidumbre para después, con gesto de asco o de asombro, picarla con un dedo tradicionalmente regordete, lo mismo su solitario afecto a los insectos, las máquinas inútiles, las dormidas etimologías.
Su curiosidad se enciende ante los grandes edificios del pensamiento, pero prefiere sus tuberías y sus bodegas; su mirada recorre los grandes frescos de la historia, pero lo hace por las costuras, detectando impurezas y veleidades, desmontando anquilosamientos y satirizando rigideces, siempre remiso a la buena conciencia, a los bonos de la corrección moral con su realismo de docudrama, el empeñoso pepenar hablas populares, los conmovidos inventarios de charamuscas y huipiles.
Miembro de la infame, escasa, púdica turba de los inclasificables (que va del mejor Alfonso Reyes a Julio Torri, Francisco Tario, Arreola, Monterroso o Salvador Elizondo) Hiriart agita las aguas con el escrúpulo de la duda, la loca imaginación, el microscopio de la anomalía. En estado de perpetua ocurrencia, para él disertar y tantear es la única opción, como lo dice en un aforismo exacto: “La sagrada perplejidad es la madre de todas las especulaciones.”
Tiene un ensayo “Sobre el huevo”, esa cosa para nosotros inane y cotidiana pero que a Hugo le produce “el wittgensteiniano calambre mental”. Curioso crónico, se pregunta “¿Qué es el huevo?” y se responde: “No intentemos una definición del huevo: todos sabemos muy bien qué es y cuáles son sus propósitos, funciones, significados, esplendores y miserias. Pero, una cosa es saber muy bien y otra diferente es estar en posibilidad de decir y explicar nuestro saber”.
Explicarlo es el centro de su escritura, el método de su locura y un modus operandi que lo mismo culmina en el ensayo sabio o en la exacta greguería (como “Un pájaro es un poco de clara y yema con brisa”) o la ocurrencia genial: ante una estatua ecuestre con la ortodoxia icónica que ordena al caballo tener una pata levantada, Hugo propone una escultura que muestre al caballo sostenido por una sola pata).
Que Hugo Hiriart se haya hecho de una leyenda radica en que no la ha procurado. Es un raro natural, como Edith Sitwell, pero en varón y en gordo; un heterodoxo graduado de la escuela del doctor Johnson o del gordo Chesterton de Tremendous Trifles. Pero el humor de Hugo nada tiene que ver con la adiposidad. Como la reservada lista de colegas que protagonizan este bizarro apartado de la historia literaria, es un escritor con una esbeltez intelectual que sólo logran los sedentes de categoría. De él y de su escritura podría decirse lo que él dice del huevo: “en su heterodoxia, en sus imperfecciones e inestabilidad, está su primor y su excelencia”.
Salud, querido hermano.