En el engranaje del servicio público hay una verdad que incomoda, que no admite evasivas: todo funcionario está obligado a denunciar la corrupción que observa, que conoce o que pregona, no es un acto heroico o temerario reservado a unos cuantos valientes; es una obligación legal y ética, tan clara como el propio mandato constitucional que rige a quienes administran recursos públicos.

Algo que a veces se olvida: los senadores y diputados también son servidores públicos al servicio del pueblo, su investidura legislativa no los coloca por encima del deber de denunciar, al contrario, su responsabilidad es aún mayor porque representan directamente a la ciudadanía y fueron electos para vigilar el ejercicio del poder.

Si conocen actos de corrupción, no deben quedarse en habladurías, ni en declaraciones sugerentes ante cámaras y micrófonos: deben denunciar, porque el cargo les fue otorgado para ese fin.

Por ello, cuando surgen notas periodísticas, como las que recientemente señalan que una senadora habría tenido conocimiento de presuntas irregularidades relacionadas con el mayor acto de corrupción del estado de Hidalgo y no las denunció, la discusión no se agota en el nombre propio, la pregunta profunda es: ¿por qué quien conoció la estafa, entrevistó a involucrados, acusó ante comunicadores y sembró sospechas públicas, no acudió ante la ley?

Ningún legislador puede ampararse en el silencio, ni en la ligereza discursiva, la ley no distingue entre niveles, colores ni apellidos: si un senador o diputado sabe de un hecho posiblemente delictivo y no lo reporta, incurre en responsabilidad.

En México y en particular Hidalgo, durante décadas el silencio fue cómplice, cada obra fantasma, cada adquisición inflada, cada empresa fachada, cada factura simulada, cada programa social usado como botín, ocurrió también porque alguien vio, supo y calló, y callar, en el servicio público, no es neutralidad: es corrupción por omisión.

La Constitución lo dice: los servidores públicos responden no solo por lo que hacen, también por lo que permiten, la Ley General de Responsabilidades Administrativas lo reafirma: todo servidor público que conozca una falta grave y no la denuncie incurre en responsabilidad y los códigos penales lo completan: encubrir o tolerar hechos ilícitos también es delito.

Pero más allá de los artículos y numerales está la dimensión humana, la corrupción no es un concepto técnico: es una herida abierta en la vida cotidiana, es el hospital sin medicinas, la carretera que nunca se construye, la escuela que se cae a pedazos, la comunidad que vive a la espera de una obra que jamás llega.

Por eso, cuando un servidor público, sea funcionario, diputado o senador, decide denunciar, no está “delatando” a un colega: está protegiendo al pueblo entero, defiende el dinero que es de todos y rompe el pacto del silencio que permitió que durante casi un siglo la impunidad caminara libre por las oficinas de Hidalgo.

Hoy, la ciudadanía exige integridad y claridad, el país entro en una etapa donde la honestidad ya no es un discurso, sino una práctica diaria, quien sabe y no denuncia traiciona la confianza pública; quien alza la voz honra su cargo.

El daño se multiplica cuando un servidor público acusa sin pruebas a otro funcionario solo ante medios de comunicación, sin acudir a las instancias legales, en esos casos incurre en 3 tipos de responsabilidades: administrativa al difundir información sin sustento viola los principios de veracidad, honradez e imparcialidad; usar el cargo para desacreditar sin pruebas es abuso de funciones; acusar falsamente es calumnia administrativa; y conocer una irregularidad sin denunciarla es omisión de denuncia; Responsabilidad jurídica (civil y penal): afirmar que alguien cometió corrupción sin pruebas puede derivar en daño moral o calumnia penal.

Y si la irregularidad fuera cierta pero solo se dijo en entrevistas, el funcionario puede caer en encubrimiento por omisión, uno de los actos más graves contra la integridad pública.

En la tercera, responsabilidad política: acusar sin pruebas desprestigia a la institución, rompe la confianza ciudadana y revela un uso faccioso del cargo, manipulando un tema tan serio como la corrupción para fines mediáticos o de coyuntura.

Los legisladores y altos funcionarios están obligados a que sus declaraciones públicas sean responsables, demostrables y coherentes con su deber de denunciar formalmente, un servidor público no puede usar los medios como sustituto de la ley, si conoce corrupción, debe denunciarla jurídicamente.

En el servicio público, la corrupción se denuncia ante autoridades con documentos, no con micrófonos, pasaron tres años de siniestro silencio, de callar la corrupción conocida, y justo en tiempos oportunos se cuchichea a los cuatro vientos para que escuchen todos menos la ley.

Mientras tanto, el pueblo, el mismo que hoy sufre, que hoy reconstruye su vida tras las lluvias benditas pero devastadoras, reclama justicia y clama que el dinero robado regrese a donde siempre debió estar.

Porque la integridad pública no nace del discurso: nace del valor de hablar cuando otros callan, y ese deber, indeclinable e ineludible, recae en todo aquel que ocupa un cargo público, desde el nivel municipal hasta el Congreso de la Unión.

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