Alejandro Velázquez

Política líquida: estados y algoritmos

Alejandro Velázquez

La política no ha desaparecido. Tampoco se ha debilitado. Simplemente, se ha mudado de lugar. De la plaza pública al algoritmo, del discurso de hora y media al video de treinta segundos, del partido al perfil. Y en ese desplazamiento, no ha perdido fuerza, pero sí ha cambiado de rostro.

Los partidos políticos, con su lenguaje de slogans, promesas y mítines, insisten en hablarle a una ciudadanía que ya no está escuchando en esas frecuencias. Mientras tanto, millones de jóvenes deliberan, juzgan, se indignan o se movilizan desde pantallas. No hay apatía: hay desalineación.

Este fenómeno no es un accidente generacional, sino un reacomodo profundo del espacio político. Lo que antes ocurría en el templete, hoy ocurre en TikTok, Instagram o Twitch. El ágora digital no es menos política por ser informal, ni menos poderosa por ser efímera. Como escribió Hannah Arendt, lo político es el espacio donde los seres humanos aparecen unos ante otros: se ven, se oyen, se reconocen. Ese espacio, simplemente, ha cambiado de arquitectura.

Quien no entienda esto, pensará que las nuevas generaciones están desconectadas. Pero están más conectadas que nunca: solo que con causas, símbolos y liderazgos que se gestan en otro código. El viejo ideal del ciudadano informado ha sido sustituido por el del ciudadano afectivo. La emoción es hoy el eje rector de lo político. Pero no es un fenómeno nuevo: siempre lo fue.

Los grandes movimientos ideológicos del siglo XX no surgieron de estadísticas ni de tratados. Surgieron de heridas compartidas. El socialismo nació de la esperanza. El fascismo, del resentimiento. El nacionalismo, del orgullo o del miedo. Antes del programa político, hubo una emoción colectiva. Como explicó Ernesto Laclau, la identidad política se construye cuando una demanda afectiva encuentra lenguaje y forma.

TikTok no es apolítico: es intensamente político. No porque postule una doctrina, sino porque organiza emociones, moldea relatos, genera lealtades y derrumba reputaciones. En ese escenario, el poder no se hereda ni se decreta: se gana a través de la atención. Y esa atención no se conquista con solemnidad, sino con autenticidad.

Frente a este nuevo orden simbólico y emocional, las instituciones enfrentan un desafío de interpretación. No basta con digitalizarse o estar presentes en redes. Hay que comprender la lógica de los afectos, la gramática de lo viral, la forma en que hoy se construye lo común. Porque la conversación pública ya no ocurre exclusivamente en el Congreso o los medios tradicionales, sino en el flujo constante de pantallas, gestos y emociones compartidas.

En Hidalgo lo entendemos. Sabemos que gobernar hoy no es solo administrar: es interpretar. Es leer el presente como un lenguaje nuevo que exige sensibilidad, escucha y valentía narrativa. Sabemos que la juventud no está esperando a que le hablen: ya está hablando. Y exige ser escuchada en su idioma, con respeto, sin paternalismo y con visión de futuro.

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