México, Guatemala y Belice anunciaron la creación del Gran Corredor Biocultural de la Selva Maya, más de 14 millones de acres bajo protección. A primera vista, parece una noticia ambiental. En realidad, es un movimiento político de gran calado.
La selva se ha vuelto un territorio en disputa: grupos criminales que controlan rutas de tráfico, empresas madereras ilegales y megaproyectos turísticos que avanzan sin medir consecuencias. Frente a ese escenario, tres gobiernos deciden levantar un muro distinto: no de concreto ni de armas, sino de conservación y gobernanza comunitaria.
El mensaje es claro: la soberanía también se mide en hectáreas verdes. Quien no protege su territorio, lo pierde. Y en un contexto global donde el cambio climático ya no es un debate sino una factura diaria —sequías, huracanes, desplazamientos—, apostar por una reserva trinacional es también una estrategia de seguridad nacional.
Para México, el corredor biocultural llega en un momento en que la discusión pública sigue atrapada entre megaproyectos polémicos y un modelo de desarrollo que suele enfrentar a lo “verde” con lo “productivo”. Lo que se plantea ahora es otra ruta: generar economía local a partir de la selva viva, no de la selva devastada.
El diseño de este proyecto contempla algo más profundo: comunidades indígenas como protagonistas y guardianas de la reserva. No es casualidad, es una corrección histórica. Porque no se puede hablar de sustentabilidad sin reconocer que los pueblos originarios han sido los verdaderos custodios del patrimonio natural, aun cuando el Estado miraba hacia otro lado.
Desde Hidalgo, la lección es evidente: el futuro no se juega solo en megaproyectos, sino en la capacidad de blindar lo que nos da identidad y sustento. El agua, los bosques y la tierra no son un adorno ecológico: son la infraestructura silenciosa de la economía y de la política social.
El corredor trinacional es prueba de que México sí está listo para pensar en grande y actuar en consecuencia. Con la visión de la Presidenta Claudia Sheinbaum, nuestro país asume un liderazgo regional que trasciende coyunturas y coloca a la conservación ambiental como política de Estado. Proteger la Selva Maya no es un gesto aislado, es una señal estratégica: México puede marcar la pauta de cómo se concilia desarrollo con sustentabilidad. Y esa es, quizá, la apuesta más ambiciosa de este tiempo.