La historia de Estados Unidos puede leerse como una sucesión de doctrinas que, más que explicar el mundo, lo ordenan desde su propia mirada. No son simples formulaciones teóricas: son marcos de acción. Desde la Doctrina Monroe en 1823 hasta el Destino Manifiesto del siglo XIX y el Corolario Roosevelt del siglo XX, cada una ha servido para justificar una misma idea persistente: el hemisferio occidental como espacio estratégico prioritario para Washington.

La Doctrina Monroe nació con un mensaje aparentemente defensivo —América para los americanos—, pero pronto se convirtió en una herramienta de hegemonía regional. El Destino Manifiesto añadió la dimensión moral y providencial: la expansión estadounidense no solo era inevitable, era correcta. Más tarde, el Corolario Roosevelt dio el paso decisivo al legitimar la intervención directa cuando los países del continente no se ajustaban al “orden” definido desde el norte.

El resultado fue un siglo de intervenciones, tutelas y rediseños geopolíticos. La separación de Panamá de Colombia y la construcción del Canal no fueron episodios aislados, sino expresiones claras de esa lógica: controlar los puntos neurálgicos del comercio y la seguridad hemisférica. América Latina no era vista como un conjunto de naciones soberanas, sino como un entorno estratégico a estabilizar.

Ese patrón nunca desapareció. Solo se sofisticó. El documento de seguridad nacional que hoy presenta Estados Unidos —y que muchos analistas ya identifican como una nueva Doctrina Monroe— no rompe con esa tradición; la actualiza. Ya no habla de marines ni de ocupaciones, sino de seguridad económica, cadenas de suministro, infraestructura crítica, tecnología, energía y competencia geopolítica, especialmente frente a China.

Las acciones y el discurso de Donald Trump encajan con precisión en esta continuidad histórica. Su énfasis en la soberanía, su visión transaccional de las alianzas, su presión sobre vecinos y socios, y su rechazo a una globalización sin anclaje territorial responden a una misma premisa: Estados Unidos debe reducir vulnerabilidades y asegurar que su entorno inmediato funcione como un cinturón estratégico confiable.

En esta lógica, América Latina no es vista como enemiga, pero tampoco como igual. Es concebida como una zona de seguridad ampliada: cercana, indispensable, pero subordinada a intereses mayores. Los países de la región son valorados en función de su estabilidad, su alineamiento político, su capacidad productiva y su utilidad dentro del nuevo orden económico regional. La ambigüedad ya no es opción.

Para México y la región, el desafío es profundo. La nueva Doctrina Monroe no impone por la fuerza; condiciona por diseño. Ofrece integración a cambio de disciplina institucional, inversión a cambio de certidumbre y cercanía a cambio de confiabilidad. Quien no entienda esa lógica quedará atrapado entre la dependencia y la irrelevancia.

Las doctrinas de poder no desaparecen. Cambian de forma. Hoy no avanzan con cañones, sino con estándares, decisiones financieras y arquitectura tecnológica. Entender esa continuidad histórica no es un ejercicio académico: es una necesidad estratégica.

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