La reciente marcha de la Generación Z confirmó que México vive un momento de renovación cívica. Una juventud hiperconectada, crítica y consciente decidió ocupar el espacio público para expresar inquietudes que atraviesan fronteras y generaciones. Este fenómeno no surge en el vacío: es parte de una ola global donde jóvenes de distintas latitudes han encabezado debates urgentes sobre desigualdad, tecnología, violencia, clima y derechos. Ellos crecieron en un mundo acelerado y entienden que la ciudadanía ya no se delega: se ejerce.

En México, la protesta se articuló desde redes sociales, plataformas digitales y conversaciones instantáneas que transforman el descontento en acción colectiva. Esa espontaneidad es un activo democrático que debemos valorar. Cuando la juventud se organiza, el país respira. Cuando la calle se llena de voces nuevas, la democracia se renueva.

Pero también es necesario señalar un aspecto que aparece cada vez que una causa social adquiere fuerza: quienes intentan apropiarse de ella. Resulta evidente que algunos actores políticos que en su momento ejercieron el poder, reprimieron movilizaciones o minimizaron a la juventud, hoy intentan mostrarse como defensores apasionados de una causa que nunca les perteneció. La memoria pública recuerda bien sus decisiones, sus silencios y su distancia ante las mismas expresiones que ahora celebran con entusiasmo repentino.

La incongruencia es palpable: antes desestimaban la voz de los jóvenes; hoy, desde la oposición, intentan presentarse como sus intérpretes naturales. Esa apropiación oportunista no aporta claridad al debate ni fortalece a la ciudadanía. Por el contrario, distorsiona el sentido genuino de una movilización que nació sin tutelas, sin estructuras tradicionales y sin la guía de quienes siempre buscaron capitalizar cada gesto social.

Por ello, el reto institucional es doble: garantizar que la protesta se ejerza con libertad y, al mismo tiempo, proteger su autenticidad para evitar que sea utilizada como herramienta de reciclaje político. El Estado debe acompañar sin dirigir, escuchar sin condicionar y asegurar que ninguna fuerza busque manipular el impulso legítimo de los jóvenes. La democracia se fortalece cuando la participación surge de convicciones propias, no de intereses ajenos.

La Generación Z aporta una energía disruptiva que México necesita: crítica, informada, impaciente ante la simulación e intolerante a la incoherencia. Su voz merece respeto, no apropiación; diálogo, no ventriloquia; espacios libres, no plataformas condicionadas. Ellos entienden que el futuro se construye con autenticidad y que las causas verdaderas no se prestan para ambiciones personales.

La protesta juvenil no debe ser trofeo de nadie. Debe seguir siendo un territorio de libertad donde la voz nueva encuentre su propio eco. México gana cuando la juventud se expresa sin filtros y sin intentos de captura. Y gana aún más cuando la politiquería aprende a no intervenir donde solo debe garantizar derechos. Porque el futuro, al final, pertenece a quienes lo marchan y no a quienes intentan apropiarse de las causas legítimas.

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