La democracia no puede detenerse en la escalinata de un tribunal. Si el pueblo elige a su presidente, ¿por qué no habría de elegir también a quienes interpretan la Constitución que le da forma a esa soberanía? Lo impensable ayer es hoy una exigencia legítima: democratizar también al Poder Judicial.
La elección popular de jueces y ministros no es una amenaza, sino una oportunidad para reconciliar a la justicia con la ciudadanía. Durante años, la judicatura vivió en un mármol institucional, revestida de tecnicismos, aislada de la realidad cotidiana.
El jurista argentino Eugenio Zaffaroni lo advirtió: “Un poder sin control popular está condenado a olvidar a quién debe servir”. Y el propio Luigi Ferrajoli, padre del garantismo constitucional, recuerda que “la democracia no se reduce al procedimiento electoral, pero comienza con él”.
Los críticos hablan de “politización”, como si la justicia actual estuviera libre de toda influencia. Pero ¿quién nombra hoy a los ministros? ¿A qué intereses responden ciertos silencios o ciertas sentencias? Elegirlos en las urnas es al menos reconocer lo obvio: que la justicia también es poder, y que todo poder debe ser electo.
No se trata de negar el mérito, sino de vincularlo con la rendición de cuentas. El nuevo paradigma exigirá más, no menos, de quienes aspiren a una toga. Les pedirá no solo doctrina y jurisprudencia, sino sensibilidad social y vocación pública.
Por supuesto, hay riesgos. Toda apertura los tiene. Pero más riesgoso aún es perpetuar una justicia sin espejo social. Como advertía Montesquieu, “todo hombre que tiene poder tiende a abusar de él; es necesario que el poder detenga al poder”. Y el voto es precisamente ese dique democrático.
Esta reforma también es cultural. Nos interpela como sociedad: ¿Seguiremos considerando la justicia como un asunto de élites o nos atreveremos a pensarla como un bien público, abierto, deliberativo? Octavio Paz lo formuló con lucidez: “la democracia es el único régimen que nos obliga a convivir con los que no piensan como nosotros”. Esa convivencia, tensa pero necesaria, debe incluir también a quienes imparten justicia.
La toga no pierde dignidad al pasar por las urnas; la gana. Porque se fortalece con la legitimidad del pueblo al que sirve. Y en esta transformación, México no está solo ni improvisa: sigue el ejemplo de países donde jueces y fiscales rinden cuentas al electorado sin que eso haya debilitado la ley.
La historia constitucional mexicana ha sido siempre audaz. Desde Juárez hasta Cárdenas, hemos reformado estructuras cuando el momento lo exigía. Hoy es uno de esos momentos. No para destruir, sino para democratizar. No para politizar la justicia, sino para que la justicia comprenda la política de la dignidad social.
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