En el tablero político de Estados Unidos, los viejos protagonistas nunca desaparecen del todo: observan, esperan y regresan cuando el ruido alcanza un punto de riesgo. Barack Obama reapareció en los mítines de Nueva Jersey y Virginia para respaldar a candidatos de su partido y, al mismo tiempo, enviar un mensaje que trasciende campañas: las democracias sobreviven solo si sus ciudadanos acuden a defenderlas.

Su tono fue contenido pero firme. No habló de ideologías, sino de reglas. Alertó sobre una deriva peligrosa: el agotamiento cívico. Mientras tanto, Donald Trump volvió a sugerir que “le gustaría un tercer mandato”, una frase en apariencia ligera pero que desafía abiertamente la vigencia de la Enmienda 22 de la Constitución estadounidense, que prohíbe más de dos periodos presidenciales. No es un lapsus: es una forma de medir los límites institucionales y la tolerancia social al exceso.

El regreso de Obama no es nostalgia, sino reflejo de una urgencia: recordar que los liderazgos pasan, pero las normas deben permanecer. Frente a la teatralidad política de Trump, su intervención busca reactivar el músculo de la responsabilidad colectiva. En un clima dominado por la desinformación, el cansancio y la polarización, cada elección estatal se convierte en ensayo general de la democracia.

El fenómeno estadounidense trasciende fronteras. Es una advertencia para toda sociedad que confía demasiado en su estabilidad. Ningún sistema es inmune cuando las reglas se convierten en materia opinable. Lo que hoy se discute en Washington o Nueva Jersey no se limita a quién gana un cargo, sino a qué tan profundo puede llegar el desgaste de la confianza pública.

Obama y Trump representan dos formas de entender el poder: una que lo ve como servicio acotado por ley, y otra que lo concibe como proyecto personal sin fecha de vencimiento. Esa tensión, más que ideológica, es estructural. Y define el dilema contemporáneo: ¿defender las instituciones que limitan al poder o admirar a quienes prometen superarlas?

Estados Unidos vive una de sus pruebas más complejas. Las próximas elecciones no solo medirán fuerzas partidistas, sino el pulso de la democracia misma. En esa batalla simbólica, el retorno de aquel orador que conquistó a Estados Unidos en 2008, no pretende escribir un nuevo capítulo, sino impedir que el libro de la democracia norteamericana se cierre antes de tiempo.

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