El derecho internacional se inventó para poner diques a la barbarie. Nació del espanto y de la vergüenza, con la promesa solemne de que “nunca más” significaría algo más que un eslogan. Pero Gaza nos obliga a mirar de nuevo esa frase bajo las ruinas: ¿cuánto vale una norma cuando la pólvora la interpreta?
La reciente resolución del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, que acusa a Israel de cometer genocidio, es un acto de gravedad jurídica sin precedentes. Según el informe, cuatro de los cinco supuestos previstos por la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio se han verificado: asesinatos sistemáticos, daño físico y mental grave, sometimiento a condiciones de vida orientadas a la destrucción, y desplazamiento forzoso de población. No son juicios morales; son tipos penales.
La intención específica —el dolus specialis— es el alma del delito. No basta matar; hay que demostrar que se quiso exterminar “en todo o en parte” a un grupo protegido. Y sin embargo, cuando se interrumpe deliberadamente el acceso al agua, a la electricidad y a la ayuda médica; cuando los discursos oficiales deshumanizan a un pueblo entero, la intención deja de ser invisible. Las bombas solo confirman lo que ya se había dicho en palabras.
La Corte Internacional de Justicia ordenó en enero de 2024 que Israel adoptara medidas para prevenir actos genocidas. El Estado hebreo desoyó esa orden. El derecho internacional carece de ejército; su fuerza es moral, no militar. Pero cuando la moral se evapora, la ley se vuelve papel quemado.
La complicidad de terceros Estados también está escrita en la Convención. No basta con no participar: hay que prevenir. Quien financia, arma o guarda silencio, contribuye. La neutralidad frente al exterminio es solo un disfraz elegante para la cobardía. Las potencias que condenan de palabra y comercian de hecho no son mediadoras: son socias.
El debate no es nuevo: ¿se trata de una guerra o de un genocidio? Israel alega defensa contra Hamas; pero el derecho distingue entre atacar combatientes y borrar ciudades. Si la respuesta militar destruye la posibilidad de existencia civil, deja de ser defensa y se convierte en negación del otro.
Cada genocidio ha tenido su negador. Los hubo en Armenia, en Ruanda, en Bosnia. Todos invocaron razones de seguridad, de contexto o de soberanía. Todos creyeron que el tiempo haría olvidar. Pero el tiempo no absuelve: archiva. Y los archivos son semillas del juicio.
Cuando el derecho calla, la impunidad grita. Y su eco —terrible y claro— es el de una humanidad que olvida que la justicia no se mide por la fuerza, sino por la memoria que es capaz de sostener.