No son balas ni tanques. No hay barricadas de piedra, pero sí de convicciones. Las universidades más prestigiosas del mundo —Harvard, Columbia, UCLA, MIT— hoy no solo son templos del saber, sino trincheras en un campo de batalla más sutil, más peligroso: el de la narrativa. En pleno 2025, asistimos a un episodio que recuerda a las purgas ideológicas del pasado, con un giro contemporáneo: el enemigo ya no es una ideología, sino el pensamiento crítico mismo.

El presidente Donald Trump ha vuelto a cargar contra los campus universitarios, acusándolos de incubadoras del odio, nidos de antisemitismo, y semilleros de radicalismo antiamericano. Su narrativa —cómodamente amplificada por medios conservadores— busca transformar la protesta estudiantil en una amenaza interna, un nuevo “enemigo del pueblo”.

Pero detrás de la retórica se esconde algo más profundo: el desprecio por el pensamiento que incomoda. Las universidades, con sus voces diversas, sus bibliotecas que huelen a siglos y sus auditorios llenos de preguntas, representan justo lo que el autoritarismo detesta: la complejidad. Y Trump, como otros populistas en la historia, no quiere respuestas complejas, quiere obediencia simple.

Las manifestaciones recientes en apoyo a Palestina y en repudio a la violencia en Gaza han sido utilizadas como coartada para una embestida más amplia: cerrar presupuestos, presionar a directivos, imponer filtros ideológicos. La libertad académica —ese principio fundacional de las democracias liberales— empieza a crujir cuando los políticos quieren dictar cátedra sin haber leído más que sus propias encuestas.

Y entonces surge la pregunta incómoda: ¿quién controla la verdad? ¿El algoritmo o el aula? ¿El tweet incendiario o la tesis fundamentada? ¿El político que grita o el estudiante que argumenta?

Las universidades, como diría Octavio Paz, son fragmentos de un todo que siempre está por imaginarse. No son perfectas —también incuban privilegios, elitismos y silencios—, pero en ellas aún resiste una de las últimas formas de ciudadanía crítica: la que pregunta. Y eso, hoy, parece más revolucionario que nunca.

¿Podría pasar esto en México? ¿En la UNAM, el ITAM, el TEC de Monterrey o la UDLAP? Ya hemos visto intentos de acallar voces, de cooptar autonomías, de pintar a los jóvenes como incendiarios sin causa. Pero la lección de los campus en guerra en Estados Unidos debería alertarnos: cuando el poder le teme al pensamiento, es porque se ha vuelto frágil.

Las democracias no se rompen con fusiles. Se erosionan cuando el miedo reemplaza al debate y cuando la obediencia se impone como pedagogía. Y si las universidades caen, no será porque dijeron demasiado, sino porque los poderosos decidieron que ya no podían decir nada.

Hoy más que nunca, defender a las universidades es defender nuestro derecho a cuestionar.

Google News