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El olor a pintura fresca se impregna en el taller al que invitan a pasar sin ningún recelo. En el cuarto con una pared sin pintar, otra de azul, una blanca, descansan cristos, santos y más figuras religiosas en distintas etapas de vida: algunos ya cubiertos con base blanca, otros vestidos con túnicas rojas, azules y doradas que parecen ondear con el viento que entra por el zaguán abierto.
Desde Tlahuelompa, donde el eco de las campanas se mezcla con el olor a pintura, la señora América Leyva Cortez da color a la fe: viste de colores a las figuras religiosas que acompañarán a familias en sus creencias, ya sea en capillas, iglesias o procesiones.
“Uy, ya tengo esto 18 años —dice mientras selecciona un bote de plástico que contiene la pintura—. Es un trabajo bonito y a mí me gusta mucho la pintura”.
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Es la Sierra hidalguense, en el municipio de Zacualtipán. No hay ruido de fondo, solo la máquina que lanza la pintura de forma uniforme. La naturaleza rodea la casa de América: todo luce verde, el sol no es interrumpido y la temperatura empieza a aumentar.
América reconoce que el proceso general es algo tardado, porque primero se tiene que hacer el molde de la figura, se hacen las piezas, se lija en las uniones, hasta llegar donde sus manos y creatividad hacen lo suyo: pintar y decorar.
Aunque siempre va a depender del tamaño, como conocimos en la elaboración de campanas y alambiques, finalizar una figura religiosa implica destinar al menos cuatro días.
Los intermediarios también juegan un papel importante, porque “no se puede hacer las dos cosas”. Las manos de América y su hijo cuidan los detalles y otros las llevan a vender a todo México.
Leyva Cortez agradece que, si bien la cantidad de trabajo aumenta según la temporada del año, todo el tiempo tiene alguna figura donde gastar pintura. El reto llega en noviembre, cuando empiezan los pedidos de nacimientos “y luego tienen desde 10 o 12 piezas, según lo que pida el cliente”.
“También en Semana Santa hay mucho trabajo, pero ya el Cristo es una sola pieza y en el nacimiento son de a 10 y si nos piden 10, pues ya hablamos de 100 piezas”, explica mientras no deja de hacer su mezcla en una mesa de fierro llena de herramientas y frascos de pintura.
Su expresión todavía es de esperanza cuando hace cuentas y resulta que existen al menos 10 talleres donde diferentes personas trabajan con figuras religiosas: unos hacen la pieza, otros solo el pulido, “incluso hay un muchacho que solo pone los ojos”.
“Como aquellos San José, los de allá atrás, ya están terminados”, dice América con satisfacción y señala hacia el fondo del taller donde hay cinco figuras con un manto marrón, un niño Jesús en sus brazos, túnica blanca y lirios.
No solo pintan figuras recién fabricadas, también restauran “las figuras viejitas”. En general, América considera que el pago que reciben por el trabajo es justo; por ejemplo, un San José cuesta hasta 9 mil 500 pesos, pero solo si es vendido en Tlahuelompa. “Ir a entregarlos aumenta los gastos y tenemos que sacar lo que se invierte”, dijo.
Se emociona cuando dice que también ha desempeñado un rol de maestra y “los que un día fueron mis empleados, ahora ya trabajan por su cuenta”.
La esperanza de los 10 talleres parece calmarse un poco cuando coincide en que las nuevas generaciones no quieren dedicarse a las actividades artesanales porque se consideran trabajos sucios.
“No, no, estamos igual. No quieren aprender y ya no les interesa. Se van a estudiar y salen del pueblo. Buscan un trabajo mejor aparentemente, porque aquí es sucio y es un trabajo constante”, explica la artesana.
Hasta con melancolía recuerda que, del único bachillerato de la comunidad, los estudiantes salían por las tardes a buscar trabajo y ahora el rol cambió: los artesanos van a ellos, pero ni eso es garantía de interés de los jóvenes.
Al preguntarle ¿y ahora qué hacen?, América considera que los papás les facilitan más la vida, lo que hace que “ya no vean la necesidad de trabajar, antes sí, venían a decorar, ahora ya no”.
Por cualquier cosa, la artesana destaca que las personas tienen que aprender algún oficio y, si es tradicional, la satisfacción es mayor. Uno de sus aprendices es su hijo Emir Nisrael, quien dice que le gusta pintar, pero por ahora se enfoca en sus estudios.
A estas horas del día, las 12:50, ya visitamos los talleres de campanas de don José Luis y los alambiques de don Luciano. Afuera del taller de América, las calles lucen vacías, pero entre ellas transitan las artesanías que producen las manos de sus habitantes.
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